Revista Nº47 "TEORÍA POLÍTICA E HISTORIA"

 

 

EN EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS:

 

IÑAKI VÁZQUEZ LARREA[1].

 

ABSTRACT:

El presente ensayo es una reflexión sobre la era del Imperio (1875-1914), y su crítica, en la obra de Joseph Conrad en El Corazón de las Tinieblas”

Palabras clave: Imperio, progreso, civilización, raza, capitalismo

ABSTRACT:

The current  essay is a reflection on the Age of Empire (1875-1914), and its critics, in Joseph´s Conrad Heart of Darkness”.

Key words:  Empire, progress, civilization, race, capitalism.

“La historia de la era del Imperio es un recuento sin fin de paradojas. Su esquema básico, es el de la sociedad y el mundo del liberalismo burgués avanzando hacia lo que se ha llamado su “extraña muerte”, conforme alcanza su apogeo, víctima de las contradicciones inherentes a su progreso”

Eric. J. Hobsbawm.

INTRODUCCIÓN: LA ERA DEL IMPERIO.

Durante la Era del Imperio (1875-1914) la humanidad quedaba dividida por la raza, idea que impregnaba la ideología del período de forma casi tan profunda como el progreso, en dos grupos aquellos cuyo lugar en las grandes celebraciones internacionales del progreso, las exposiciones universales, estaba en los stands del triunfo tecnológico, y aquellos cuyo lugar se hallaba en los pabellones coloniales o aldeas nativas que los complementaban.

 Incluso en los países desarrollados, la humanidad se dividía cada vez más en el grupo de las enérgicas e inteligentes clases medias y en el de las masas cuyas deficiencias genéticas les condenaban a la inferioridad. Se recurría a la biología, para explicar la desigualdad, sobre todo por parte de aquellos que se sentían destinados a detentar la superioridad.

 La supremacía económica y militar de los países capitalistas no había sufrido un desafío serio desde hacía mucho tiempo, pero entre finales del siglo XVIII y el último cuarto del siglo XIX no se había llevado a cabo intento alguno por convertir, esa supremacía en una conquista, anexión y administración formales. Entre 1880 y 1914 ese intento se realizó y la mayor parte del mundo ajeno a Europa y al continente americano fue dividido formalmente en territorios que quedaron bajo el gobierno formal o bajo dominio político informal de uno u otro de una serie de estados, fundamentalmente el Reino Unido, Francia, Alemania, Italia, los Países Bajos, Bélgica, los Estados Unidos y Japón.

 En efecto, los emperadores y los imperios eran instituciones antiguas, pero el imperialismo era un fenómeno totalmente nuevo. El término (que no aparece en los escritos de Karl Marx, que murió en 1883) se incorporó a la política británica a partir de 1870 y a finales de ese decenio era considerado todavía como un neologismo.

 Fue en la década de 1890 cuando la utilización del término se generalizó. En 1900, cuando los intelectuales comenzaron a escribir libros sobre este tema, la palabra imperialismo estaba, según uno de los primeros de esos autores, el liberal británico J.A. Hobson, “en los labios de todo el mundo, y se utiliza para indicar el movimiento más poderoso del panorama político actual del mundo occidental” (Hobsbawm, pág. 131).

 En resumen, era una voz nueva ideada para describir un fenómeno nuevo. Ciertamente, el análisis del imperialismo, fuertemente crítico, realizado por Lenin se convertiría en un elemento central del marxismo revolucionario de los movimientos comunistas a partir de 1917 y también en los movimientos revolucionarios del tercer mundo.  Lo que ha dado al debate un tono especial es el hecho de que una de las partes protagonistas parece tener una ligera ventaja intrínseca, pues el término ha adquirido gradualmente-y es difícil que pueda perderla- una connotación peyorativa.

 A diferencia de lo que ocurre con el término democracia, al que apelan incluso sus enemigos por sus connotaciones favorables, el imperialismo es una actividad que habitualmente se desaprueba, y que, por tanto, ha sido siempre practicada por otros. En 1914 eran muchos los políticos que se sentían orgullosos de llamarse imperialistas, pero a lo largo del siglo XX los que así actuaban desaparecieron por completo.

 El factor fundamental de la situación de la situación económica general era el hecho de que una serie de economías desarrolladas experimentaban de forma simultánea la misma necesidad de encontrar nuevos mercados. Cuando eran lo suficientemente fuertes, su ideal era el de la puerta abierta en los mercados del mundo subdesarrollado, pero cuando carecían de la fuerza necesaria, intentaban conseguir territorios cuya propiedad situara a las empresas nacionales en una posición de monopolio o, cuando menos, les diera ventaja sustancial. La consecuencia lógica fue el reparto de las zonas no ocupadas del tercer mundo.

De todos los países metropolitanos donde el imperialismo tuvo más importancia fue en el Reino Unido, porque la supremacía económica de este país siempre había dependido de su relación especial con los mercados y fuentes de materias primas de ultramar. De hecho, se puede afirmar que desde que comenzara la revolución industrial, las materias primas de ultramar. De hecho, se puede afirmar que desde que comenzara la revolución industrial, las industrias nunca habían sido muy competitivas en los mercados de las economías en proceso de industrialización, salvo quizá durante las décadas doradas de 1850-1870. En consecuencia, para la economía británica era de todo punto esencial preservar en la mayor medida posible su acceso privilegiado al mundo no europeo.

El número de personas implicadas directamente en las actividades imperialistas era relativamente reducido, pero su importancia simbólica era extraordinaria. Cuando en 1899 circuló la noticia de que el escritor Rudyard Kipling, bardo del imperio indio, se moría de neumonía, no sólo expresaron sus condolencias los británicos y los norteaméricanos, Kipling acababa de dedicar un poema a los Estados Unidos sobre “la carga del hombre blanco”, respecto a sus responsabilidades en las Filipinas, sino que incluso el emperador de Alemania envió un telegrama.

 El triunfo imperial planteó problemas e incertidumbres. Planteó problemas porque se hizo cada vez más insoluble la contradicción entre la forma en que las clases dirigentes de la metrópoli gobernaban sus imperios y la manera en que lo hacían sus pueblos. En las metrópolis se impuso la política del electoralismo democrático, como parecía inevitable. En los imperios coloniales prevalecía la autocracia, basada en la combinación de coacción física y la sumisión pasiva, a una superioridad tan grande que parecía imposible de desafiar y, por tanto, legitima.

 

 Soldados y “procónsules” auto disciplinados, hombres aislados con poderes absolutos, sobre territorios extensos como reinos, gobernaban continentes, mientras que en la metrópoli campaban a sus anchas las masas ignorantes e inferiores. El imperialismo también suscitó incertidumbres. En primer lugar, enfrentó a una pequeña minoría de blancos con las masas de los oscuros, y el “peligro amarillo”, contra el cual solicitó el emperador Guillermo II la unión y la defensa de Occidente.

¿Podrían durar esos imperios tan fácilmente ganados, con una base tan estrecha, y gobernados de forma tan absurdamente fácil, gracias a la devoción de unos pocos y a la pasividad de los más?.

Kipling, el mayor- y tal vez el único-poeta del imperialismo, celebró el gran momento del orgullo demagógico imperial, las bodas de diamante de la reina Victoria en 1897, con un recuerdo profético de la impermanencia de los imperios:

Nuestros barcos, llamados desde tierras lejanas, se desvanecieron:

El fuego se apaga sobre las dunas y los promontorios:

¡Y toda nuestra pompa de ayer, es la misma de Nínive y Tiro!

Juez de las naciones, perdónanos con todo

Para que no olvidemos, para que no olvidemos. (en Hosbawm, pág. 254).

 

EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS:

La conquista de la tierra, que más que nada significa arrebatársela a aquellos que tienen un color de piel diferente a la nariz ligeramente más aplastada que nosotros, no posee tanto atractivo cuando se mira desde muy cerca, lo único que la redime es la idea. Una idea al fondo de todo, no una pretensión sentimental, sino una idea, y una fe desinteresada en la idea, algo que puede ser erigido y ante la que uno puede inclinarse y ofrecer un sacrificio”

Joseph Conrad

El Corazón de las tinieblas.

 

Son muchas clases de tinieblas las que el viaje explora, pero sobre todas ellas plantea la realidad de la explotación colonial, la ambigüedad de la misión civilizadora en África. Como Conrad escribió a su editor:

 “La criminalidad ineficiente y puramente egoísta que ha envuelto la obra civilizadora en África” (Raymond Williams, pág. 98).

 Desde luego, hay que estar atentos a los términos: se acepta la misión civilizadora, y la criminalidad es un fracaso contingente. Gran parte de la tensión de El Corazón de las Tinieblas viene de esa incómoda relación. El sistema colonial se evoca directamente; al principio en la referencia a los romanos, con toda su profunda ironía histórica; después, en la torpedera “disparando sobre un continente”; y sobre todo, en las escenas de contraste entre la fila de africanos encadenados y el contable de la compañía, que para poder llevar correctamente sus libros tiene que hacerse sordo a los “gemidos de esa persona enferma” (Conrad, pag. 54).

 Para Edward W. Said la persuasión de El Corazón de las Tinieblas radica en el hecho de que tanto su política como su estética son, por así decirlo, imperialistas, lo cual, en los años finales del siglo XIX, parecían constituir a la vez una estética, una política y hasta una epistemología inevitables e insoslayables. Si de veras no podemos entender la experiencia del otro, y dependemos por lo tanto de la autoridad asertiva del tipo de poder que Kurtz detenta como hombre blanco o que Marlow, otro blanco, detenta como narrador, es inútil buscar alternativas distintas, no imperialistas. El sistema las ha eliminado del todo, y las ha hecho impensables.

 Aunque Conrad escrupulosamente nos recuerde las desgraciadas diferencias emanadas de las actitudes coloniales diversas de belgas e ingleses, el solo era capaz de imaginar un mundo ajustado a una u otra esfera del dominio occidental. Pero porque Conrad también poseía un sentido residual extraordinariamente persistente de su propia marginalidad de exiliado; con mucho cuidado otorga al relato de Marlow la provisionalidad característica de su situación en el límite entre uno y el otro mundo:

El relato del sufrimiento nativo es el siguiente:

 “Cada uno tenía un collar de hierro alrededor del cuello, y todos estaban conectados por una cadena cuyos eslabones bailaban entre ellos golpeándose rítmicamente. La ley ultrajante, como el bombardeo de proyectiles, había llegado hasta ellos, un misterio insoluble venido del mar. Estaba absorto en sus libros, dispuestos como un pastel de manzana. Todo lo demás en la estación era un lío, cabezas, cosas, construcciones. La criminalidad ineficiente y puramente egoísta” (Conrad, pág. 105).

 La conclusión  de Conrad es que si el imperialismo, como relato ha monopolizado el sistema completo de representación- lo cual en el caso de El Corazón de las Tinieblas le permite ser el portavoz de los africanos , el de Kurtz y el de los otros aventureros, incluyendo a Marlow y a su audiencia, su conciencia como outsider lo faculta, al contrario, para comprender de modo activo, como funciona la máquina Imperial, dado que la sincronía o correspondencia entre él y la máquina no es del todo perfecta. Al no llegar a ser jamás un inglés completamente integrado y del todo aculturado, Conrad pudo preservar una distancia irónica en cada una de sus obras.

 

BIBLIOGRAFÍA:

Conrad, J; El Corazón de las Tinieblas, Alianza Editorial, Madrid, 2020.

Hobsbawm, E. J; La Era del Imperio (1875-1914), Crítica, Barcelona, 1987. 

Hobsbawm, E. J; Historia del siglo XX, Planeta, Barcelona, 2012.

Said, E, W; Cultura e Imperialismo, Anagrama, Barcelona, 1996.

Williams, Solos en la ciudad (la novela inglesa de Dickens a D. H. Lawrence), Debate, Madrid, 1997.

 



[1] Profesor Asociado de Sociología, UPNA (Universidad Pública de Navarra)