Revista Nº39 "TEORÍA POLÍTICA E HISTORIA"

Ética del discurso en la España actual

 

Juan Alberto Vich Álvarez

 

 

Resumen:

 

Exposición del pragmatismo habermasiano ante las éticas formalistas y su realidad en el debate contemporáneo. Durante el período de investidura que ocupó a España los precedentes meses (abril de 2019 - enero de 2020), la idea de diálogo atravesó toda campaña electoral.

 

A lo largo del presente escrito se esbozan los principales intereses nacionalistas, realizando un recorrido de los conceptos más mencionados por éstos, como: el derecho a la autodeterminación, referéndum,… revisando sus consecuencias implícitas, que tienden a quedar ocultas entre la vox populi, de la que hacen vox Dei. Se aprecia cómo los contenidos de un mismo discurso en según y qué boca pueden lograr resultados opuestos.

 

 

Abstract:

 

Presentation of habermasian pragmatism against formalist ethics and it´s reality in contemporary discussion. During the investiture period that took up in Spain the previous months (April 2019 – January 2020), the idea of dialogue crossed the entire election campaign.

 

The main nationalist interests are outlined throughout this paper, touring their most mentioned concepts, such as the right to self-determination, referendum,… reviewing the implicit consequences that tend to be hidden among vox populi, making it vox Dei. It is appreciated that the contents of the same speech may achieve opposite results.


 

Ética del discurso en la España actual

 

Juan Alberto Vich Álvarez

 

 

La situación política en España es de una incertidumbre constante. No sólo por los largos períodos de un gobierno en funciones, también por la repercusión que ésta genera en una sociedad cada vez más sensibilizada ante las posibles posturas a tomar (materializada en la diversidad con el fin del bipartidismo). Asimismo, en sistemas de consumo interiorizados y luchas de entre egos, las voces no conocen moderación y se vuelven hacia alguno de los extremos. Igual que Sísifo al hacer cima, la «cultura del diálogo» instaurada, rueda montaña abajo a ritmo uniformemente acelerado. Guarda la propaganda y resuena en todo debate, pero en la práctica se ve imposible.

 

Revisemos la historia. Uno de los teóricos-éticos —con intención práctica— que mayor hincapié hicieron en el diálogo fue Jürgen Habermas (1929). Pertenece a la segunda hornada de pensadores del Instituto de Investigaciones Sociales (conocido a partir de los 60 como la Escuela de Frankfurt). Con la experiencia de la primera guerra mundial próxima, sus integrantes desarrollaron un rechazo del fascismo y de la modernidad, de la cosificación de los individuos, de la razón instrumental (razón aplicada a fines sin pensar en las consecuencias, convirtiendo a los seres humanos en medios), de la desmesurada explotación de recursos (tema candente hoy)... Empero, la racionalidad no había permitido una emancipación humana, sino la barbarie, el sometimiento y la esclavitud. Sus estudios estuvieron enfocados a descubrir los hilos ocultos de la dominación capitalista, siendo sus autores de cabecera Marx, Freud y Hegel. Su teoría crítica «quería expresar tanto un deseo de crítica universal —al cual no podían escapar ni el mismo marxismo— como una profunda aversión por todo sistema cerrado»[1].

 

Para entenderlo como se debe, convendría esbozar la ética del discurso de Habermas, que se distancia —sin abandonar— de la ética kantiana a partir de consideraciones de Hegel:

 

En su ética, Kant distingue dos tipos de imperativos[2]: los hipotéticos —cuya acción es independiente de una actuación por deber, calculando los medios para obtener fines mediatos, es decir, condicionados— y los categóricos —cuya actuación es independiente del contexto, es universal y necesaria, busca fines en sí, son incondicionales—.

 

La ley del imperativo categórico no tiene relación con el mundo empírico, es una razón no sometida: acciones realizadas por deber y no conforme al deber, como se ha visto. Así, Kant confía en un universalismo dado por la necesidad de un deber-ser…

De tal manera, el "modo de proceder" sería dictado por la razón, por un imperativo categórico que recae en exclusiva sobre los seres racionales, siendo producto de la conciencia (principio “U”: «en las normas válidas, los resultados y los efectos secundarios que se deriven de su seguimiento universal para la satisfacción de los intereses de todos y cada uno tienen que poder ser aceptados por todos sin coacción alguna»[3]).

El entendimiento en la ética del discurso no es consecuencia ni de "lo válido" ni de "la norma", sino del diálogo. Se aprecia aquí el énfasis de Habermas en el procedimiento y no en el hecho meramente formal de la ética kantiana. Siendo el imperativo categórico un axioma, su aplicación no puede ser otra que tautológica. «Al Deber mismo, en cuanto es en la autoconciencia moral lo esencial y lo universal de la misma, así como se refiere dentro de sí y solamente a sí, queda, en consecuencia, sólo la universalidad abstracta; él tiene para su determinación la identidad privada de contenido o la abstracta positividad, la indeterminación.»[4] Tal y como expresa Hegel, el deber-ser no brota de la lógica (saber de fundamento) como dice Kant, sino de la práctica (saber globadizador). No son normas, es consenso.

En la ética del discurso, la correcta acción no viene dada desde el foro interno de la conciencia, sino del foro público e intersubjetivo, desde el diálogo con el resto de los sujetos participantes de la sociedad (principio “D”: «solo pueden reivindicar lícitamente validez aquellas normas que pudiesen recibir la aquiescencia de todos los afectados en tanto que participantes en un discurso práctico»[5]).

Queda clarificado el discurso práctico habermasiano ante cualquier otra ética formalista (como la kantiana). La ética del discurso rechazará un universalismo de dicha clase (también su incognoscibilidad), abogando por uno acordado mediante el diálogo. La validez de la norma es emplazada por medio del procedimiento dialéctico (entre gentes participantes libres, iguales, respetados, miembros de una comunidad empática e interesada en el bienestar de los otros…). «La ética discursiva justifica el contenido de una moral de igual respeto y la responsabilidad solidaria para con todos.»[6]

 Siendo la ética kantiana, una ética de la conciencia, su desarrollo derivará en un monopensamiento. Sin embargo, al atender la realidad se descubre que la universalidad pretendida no es tal.

En la ética del discurso se parte del mono- para los muchos y con dependencia suya, necesita del resto. Cuando la ética del discurso pone norma debe basarse en lo práctico (y no en lo abstracto, como la filosofía kantiana). La ética del discurso abandona la individualidad, concibiendo su libertad asociada a la del otro.

En el caso del nacionalismo, el abandono de la individualidad se hace de manera clara: en éste prevalece la nación sobre el individuo. «Una nación puede ser definida objetivamente de acuerdo con ciertas características como son la lengua, la raza, la historia, las fronteras naturales, la cultura, etc.»[7] Surge el fantasma idealista de un “alma del pueblo” y una conciencia común. Hasta cierto punto, algo de verdad guarda esto. El problema llega cuando en defensa de dicho “ente” la población se resquebraja, cuando se vuelve cuna de feligreses y su nombre se emplea como herramienta de poder. La estrategia, por tanto, consiste en lograr el mayor número de adeptos para aumentar la posibilidad de éxito.

Un diálogo, que presupone la igualdad de posturas, se convierte en monólogo, en un “uno”, en una “conciencia”, en lo abstracto, en un imperativo dado.

Desde la voz unida, de dicha “alma del pueblo”, se entiende el énfasis constante en la idea de “autodeterminación”. Un prefijo auto- (del autós griego y el seipsun latino), del self, la reflexividad de ciertos actos, lo que se mueve a sí mismo. Parece lícita la intención de los nacionalismos de querer gestionar sus pueblos como les venga en gana. Empero, el derecho de autodeterminación surge, a mediados del siglo pasado, con intención de preservar lo anterior.

El artículo segundo de la Declaración de Viena sobre Derechos Humanos del 25 de junio de 1993, dice así:

 

Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación. En virtud de este derecho, determinan libremente su condición política y persiguen libremente su desarrollo económico, social y cultural.

 

Sin embargo, la cuestión, como es de prever, no es de una sencillez tal. ¿Acaso hay actos que dependan en exclusiva de uno? El automóvil requiere combustible, el autodidacta requiere de bibliografía y de experiencia,… “Autocontrol” es control de uno hasta cierto punto, el espasmo escapa de éste y no guarda posibles ante lo externo. “Autodeterminación” no significa determinarse al gusto, hay y debe haber dependencia con el resto. Contemplar al Otro con respeto, derechos,…

 

En primer lugar, cabe resaltar el carácter de posibilidad (y no de necesidad) del término “derecho”. Tener “derecho a” no es algo que bajo cualquier concepto deba ser. No significa que todos los pueblos deban autodeterminarse, sino que ninguno verá perdida la capacidad de hacerlo. Es decir, todo pueblo tendrá «derecho a estar dotado de un sistema de gobierno democrático que garantice el cumplimiento del principio de libertad e igualdad ciudadanas y no discrimine de manera alguna entre ciudadanos en función de su nacionalidad, clase, cultura o raza»[8], siendo resultado de la conciencia adoptada a partir de la Segunda Guerra Mundial (con intención de evitar colonizaciones o invasiones).

 

Desde el nacionalismo se utiliza su “derecho” para legimitizar intenciones separatistas.

 

Habida cuenta de la situación particular de los pueblos sometidos a dominación colonial o a otras formas de dominación u ocupación extranjeras, la Conferencia Mundial de Derechos Humanos reconoce el derecho de los pueblos a adoptar cualquier medida legítima, de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas, encaminada a realizar su derecho inalienable a la libre determinación. La Conferencia considera que la denegación del derecho a la libre determinación constituye una violación de los derechos humanos y subraya la importancia de la realización efectiva de este derecho.

 Ante la posible controversia, se esclarece con mayor detenimiento en la cláusula de salvaguarda o de excepción (salving clause) de la Declaración 2625 (XXV), la lectura de rigor: «no significará autorización o impulso de ninguna acción dirigida a desmembrar o afectar, de forma total o parcial, la integridad territorial o la unidad política de ningún Estado soberano e independiente que actúe de acuerdo con los principios de igualdad de derechos y de autodeterminación de los pueblos y que, en consecuencia, disponga de un gobierno representativo del conjunto de los ciudadanos pertenecientes a su territorio sin distinción de ningún tipo».

La independencia de Cataluña —u otros— es, por sí misma, antidemocrática, ya que infringe, de manera directa, la unidad del país. «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas.»[9] Se entiende sin dificultad que, siendo ésta un salvaguardo en la que «todas las minorías reciben en definitiva la garantía de que, independientemente de lo que decida la mayoría, no será conculcado ninguno de sus derechos fundamentales»[10], debe ser protegida de sus detractores.

Por tanto, resulta que el “derecho” al que se alude surge con idea de evitar rechazos de lo diferente —preservando una serie de garantías para las poblaciones minoritarias— es tomado por el nacionalista para beneficio de los suyos y perjuicio de los otros. Así, si bien nadie es expulsado de las autonomías que son gobernadas por partidos nacionalistas —al menos, de manera directa—, la posibilidad de acceso a cargos públicos queda imposibilitada para sus no simpatizantes, quedando a merced suya. No será, por tanto, por un currículo empobrecido, sino por la falta de idioma o de compromiso con su causa. Énfasis en la forma, y ausencia en contenidos. No hay igualdad, ni dentro ni fuera (hay autonomías que gozan frente a otras de mayores privilegios; beneficiadas, también, por la Ley D'Hondt durante las elecciones).

 

No hay ley catalana sin la española. Los estatutos autonómicos son capaces de autogestionar sus competencias, pero no todas. Por este motivo, el incesante juego (o engaño) semántico entre referéndum y consulta. El primero precisa de la autorización del Estado y el segundo no. De cualquier modo, su interés, sea cual fuere el nombre de pila, no es el de conocer la opinión de la gente sino la obtención de la independencia. Para que fuera posible debería presentarse desde el poder autorizante (Estado), considerando al conjunto de la población y no sólo un sector (convocante); un hecho que contiene, como señala R. Dahl, una contradicción en sí mismo[11]. En una comunidad de vecinos las obras relativas a cada una de las viviendas son aprobadas en junta por todo su conjunto. Incluso, si los cambios repercuten en la fachada los ayuntamientos tienen qué decir. Las autonomías hacen de éste su edificio estatal. Pero hay más. La complejidad del interior de cada una de las viviendas, la circunstancia real, no es de una postura unánime. De tal modo, habrá quienes quieran hacer de su piso, chalét —pero cuya decisión no es exclusiva ni excluyente—. Al margen de lo anterior, debido a su contenido ilegal nunca debería proponerse. Y de modo indistinto, la cabeza maquinante sigue empapelando los barrios con propaganda de consulta... Una democracia más participativa que resta peso parlamentario, que iguala doxa y episteme: sociedad como juez (en sus redes sociales y de linchamiento) y ahora también en lo político. Bajo la respuesta binaria, tan simple como el bit de los programas informáticos, la minoría perjudicada se vería desamparada ante el resultado.

 

¿Qué consecuencia acarrearía dicha independencia? Numerosas. En primer lugar, una repercusión económica (fuga de sedes y empresas, descenso del turismo,…), tanto en el mercado interior como en el exterior. El aumento o fortalecimiento de partidos antisistema. Luchas interfamiliares. Fomento de odios y xenofobias. La posible (re)aparición de nacionalismos (mimetismo en otras autonomías, y en territorios del resto de Europa)... Y la fragmentación podría continuar ad infinitum, como balas dum-dum. ¿Cómo detenerla? La «espiral de los nacionalismos» —diría Savater—. República independiente de Cataluña, de Barcelona, de Osona, de L’Esquirol, de San Martín Sescorts, del individuo. Reconocidos ellos, pretenden que otros no lo estén. La Constitución Española reconoce la pluralidad del Estado, las diversas culturas, los muchos idiomas,… Tras lo anterior, ¿acaso lo hacen, los partidos anticonstitucionalistas? Nacionalismo es ruptura, distinción… Bajo el presente panorama, habrá alienados y coaccionados, la brecha queda abierta, la diferencia, la disputa, la lucha.

Con el paso de los años y con períodos electorales perennes, la conciencia común engorda, distanciándose de otras, enfatizando en las diferencias y no en lo compartido (contrario al planteamiento habermasiano, el sistema cerrándose de manera hermética). En relación a la realidad actual en España, Savater distingue así los tipos de nacionalismo: «Lo que pretende imponerse en Cataluña no es simple nacionalismo, es decir, exaltación y apego a lo propio, aunque sea con desmesura; es separatismo, es decir, aborrecimiento de lo español, odio feroz al no nacionalista y, sobre todo, exclusión práctica de quienes no comulgan con el dogma del sacrosanto pueblo catalán y subversión de cuanto representa al Estado español»[12]. La raza vasca según Sabino Arana o la catalana según Pompeu Gener, desde un nacionalismo biologicista que se concibe superior a los vecinos (a partir del fracaso de España a finales del s. XIX). Un esencialismo, un ser por naturaleza, una justificación ante cualquier acción,…

La huída del foro interno al público ha perdido vigencia en la actualidad. La falta de espíritu crítico y una educación empobrecida hace del foro interno el público... Como dijo J. L. Sampedro en alguna ocasión: «Lo que llaman “opinión pública” es una opinión mediática: una opinión creada por la educación y por los medios». E imaginen qué opinión guardarán quienes bebieron y beben de un único discurso (que, por definición, siempre es sesgado). Que hacen de todo -ismo e impide el diálogo, fomentando los fanatismos. Aquello que la ética del discurso ponía en valor, la riqueza de la pluralidad y de lo diverso, se obvia ante lo presente; y el discurso que difiere se reconoce como contrario e inadmisible, como uno a rechazar. Así, el nacionalismo —que defiende desde el populismo relativista la pluralidad— impone una postura singular en el territorio. De tal modo, acallar la pluralidad imponiendo un modelo implica autoritarismo, monopensamiento.

 

El nacionalismo actual, dentro de la corrección política, deja al margen la cuestión racial integrando bajo sus condiciones a gentes extranjeras; concibiéndose desde un nacionalismo cultural. Sin embargo, parecen olvidar que la cultura es de constante hacer, cuando ellos pretenden controlarla, mantenerla,… Hacen cultura con cincel, la figura crece manteniendo las proporciones, como un fractal. Parece comprensible, ante culturas vinientes se instauran reglas de convivencia y derechos, enseñar la lengua del lugar para la intervención en el ámbito público, etc. Sin embargo, los nacionalismos les enseña, además, la “opresión” a la que están sometidos, las ventajas de independencia —sin decir mucho, el proyecto se sujeta en sí—,… haciendo cómplices. Es decir, se acepta a todo aquel que compre el discurso. Blanquean su imagen sin deteriorar su proyecto. Cultura cerrada.

 

¿Cuáles son los principales intereses del separatista catalán? Su disociación con España, claro está. ¿Algo más? ¡Por supuesto! Una sociedad de seguridad, de bienestar, de igualdad de género,… Ahora bien, ¿es tan distinta a la situación actual? Sueñan con la ciudad ideal, como siempre se hizo desde la literatura utópica. Están obnubilados ante su idea. Sentimiento incrementado a raíz de la crisis económica (que seguimos padeciendo) y fomentada por los populismos (de los actuales sofistas). Esto se traduce en falta de «autolimitación democrática», como señala Miller[13], la desconfianza entre las mayorías y las minorías: tambaleo de la democracia. Cataluña sigue viendo a España como Francoland, tal y como lo describió Muñoz Molina, pero si «seguíamos en la tierra de Franco, ¿cómo era posible que Cataluña dispusiera de un sistema educativo propio, un Parlamento, una fuerza de policía, una radio y una televisión públicas, un instituto internacional para la difusión de la lengua y la cultura catalanas?»[14]

En efecto, la democracia española no es militante, es dialogante, permisiva; de lo contrario, los detractores no saldrían ejerciendo la libertad de expresión en su televisión, ni votarían ni pasearían lacitos amarillos en el Congreso de los Diputados. En aras de evitar sometimiento y barbarie se revisaron las constituciones; se reforzaron las leyes; se protegieron las democracias que amparan las minorías; se contempló a la totalidad de los integrantes de la sociedad: isonomía, simetría (de Levinas, también en el rostro infinito del otro),…  [Cuidado, olvidar el pasado será aquéllo que permita que vuelva a suceder.] «Por el camino de la secesión es claro que una minoría perjudicada puede alcanzar la igualdad de derechos sólo en la improbable condición de su concentración espacial. En caso contrario retornan los viejos problemas aunque bajo otros signos. En general, la discriminación puede abolirse, no mediante la independencia nacional, sino sólo mediante una inclusión que sea suficientemente sensible a las diferencias específicas individuales y de grupo del transfondo cultural.»[15]  Es claro que éste lo hace.

Cuando se enseña a alguien a jugar al ajedrez, se habla del movimiento en diagonal de los alfiles y del movimiento en L de los caballos. Se habla de la norma, de las reglas. Cualquier juego perdería sentido de no atender a sus restricciones, que son las que lo permiten. La ley, acordada por los integrantes y lícita en su adjudicación objetiva, debe ser el marco de juego (estando prestada a cambios, como se refleja en el décimo Título de la Costitución Española); de lo contrario, imperarán intereses personales sin preservar los derechos del resto de los jugadores. Porque «donde no hay ley, no hay injusticia»[16]: respétese ésta, y disfrútese de una pluralidad que permita mejoras y a todos enriquezca —poniendo énfasis en aquello que nos une, no en lo que nos distancia—.

 

 



[1] Giner, S. (2015) Historia del pensamiento social. Ariel. Barcelona. Pág. 715.

[2] Kant, I. (2016) Fundamentación para una metafísica de las costumbres. Alianza. Madrid.

[3] Habermas, J. (2000) Aclaraciones a la ética del discurso. Trotta. Madrid. Pág. 16.

[4] Hegel, G. F. (1968) Filosofía del derecho. Editorial Claridad. Buenos Aires. §135.

[5] Habermas, J. (2000) Aclaraciones a la ética del discurso. Trotta. Madrid. Pág. 16.

[6] Habermas, J. (1999) La inclusión del otro. Paidós. Barcelona. Pág. 70.

[7] Ruiz Rodríguez, S. (1998) La teoría del derecho de autodeterminación de los pueblos. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Madrid. Pág. 57.

[8] Ruiz Soroa, J. M. en VV.AA. (2014) La secesión de España. Tecnos. Madrid. I. II. Pág. 22.

[9] Constitución Española. BOE núm. 311 (29 de diciembre de 1978). Art. 22.

[10] Ruiz Soroa, J. M. en VV.AA. (2014) La secesión de España. Tecnos. Madrid. I. III. Pág. 24.

[11] Miller, D. (2011) Filosofía política: una breve introducción. Alianza Editorial. Madrid. Pág. 79.

[12] Savater, F. (2017) Contra el separatismo. Ariel. Barcelona. Pág. 16.

[13] Miller, D. (2011) Filosofía política: una breve introducción. Alianza Editorial. Madrid. Pág. 169.

[14] Muñoz Molina, A. (2017, 13 de octubre). En Francoland. Babelia. Recuperado de: https://elpais.com/cultura/2017/10/10/babelia/1507657374_425961.html (última visualización: 18/11/2018)

[15] Habermas, J. (1999) La inclusión del otro. Paidós. Barcelona. Pág. 125.

[16]  Hobbes, T. (2002) Leviatán. RBA. Barcelona. Vol. I. XIII. Pág. 133.