Revista Nº43 "TEORÍA POLÍTICA E HISTORIA"

 

LA LIBERTAD DE LOS ANTIGUOS Y EL GOBIERNO REPUBLICANO:

LIBERTY OF THE ANCIENTS AND THE REPUBLICAN GOVERNMENT:

 

IÑAKI VÁZQUEZ LARREA[1]

inakiva@yahoo.es

“Los que organizan prudentemente una república, consideran, entre las cosas más importantes, la institución de una garantía de la libertad, y según más o menos acertada, durara más o menos el vivir libre. Y como en todas las repúblicas hay magnates y pueblo, existen dudas de en qué manos estaría colocada esa vigilancia. Los lacedemonios y, en nuestros días, los venecianos, la ponen en manos de los nobles; en cambio los romanos la confiaron a la plebe”

Discursos sobre la primera década de Tito Livio (Libro I)

Nicolás Maquiavelo.

 

Resumen: La primera parte del ensayo es una reflexión sobre libertad y autogobierno en Maquiavelo, para posteriormente ahondar en el concepto de libertad de los antiguos y su génesis histórica. El nacimiento del Estado moderno lleva, finalmente, a resaltar los supuestos aspectos procedimentales del gobierno republicano contemporáneo.

Abstract: The first part of this essay is a reflection upon liberty and self-government in Machiavelli, with the aim of explaining the so called Liberty of the ancients and its historical basis.  Finally, the very upsurge of the Modern State leads us to the supposed procedural aspects of the contemporary republican government.

Palabras claves: libertad, antiguos, modernidad, Maquiavelo, república.

Key words: liberty, ancients, modernity, Machiavelli, Republic

 I. Introducción: Maquiavelo como gran filósofo de la libertad y el gobierno republicano.

 Recuerda Maurizio Viroli que el significado clásico de república es el de Cicerón, para quien res pública quiere decir lo que pertenece al pueblo. Cicerón añade que el pueblo no es cualquier multitud de hombres reunidos, sino una sociedad de intereses[2].

       En palabras de Cicerón:

Pues bien, república-dijo el Africano- significa “cosa del pueblo”, siendo “el pueblo” no cualquier conjunto de hombres reunidos de cualquier manera, sino una asociación numerosa de individuos, agrupados en virtud de un derecho por todos aceptado y de una comunidad de intereses y la causa primera de agruparse, no es tanto la debilidad como una especie de tendencia natural de los hombres a asociarse[3]”.

 De la misma forma, Pocock afirma que Occidente vivió a lo largo de su Historia grandes momentos de vivire civile aristotélico, que definieron, de forma decisiva, los primeros balbuceos de la modernidad. Particularmente ostensibles, estos últimos, en el renacimiento italiano y la revolución puritana inglesa del siglo XVII.

 De hecho, la teoría de la polis, que era en cierto modo teoría política en su forma original más pura, resultaría crucial para la teoría constitucional de las ciudades y para las tesis de los humanistas italianos. A los humanistas cívicos y a los defensores del vivere civile, siempre según Pocock, les suministraría los supuestos necesarios para hacer frente a sus compromisos: una teoría que presentaría la vida social de los hombres como un universo de participación y no como un universo de contemplación. Los individuos particulares y los valores subjetivos se reencontraban en la ciudadanía, en la búsqueda y disfrute del valor universal en la acción en pos del bien común[4].

 Venecia pasaba por ser, en este sentido, el modelo de república perfecta o balanced polity.

 De esta manera lo relata Gasparo Contarini en pleno renacimiento italiano:

Hubo en Atenas, Lacedemonia y Roma, en diferentes épocas, hombres excelentes y de  singular piedad hacia su patria, pero en tan pequeño número que estando fácilmente (…) atendiendo al hecho de que no se encuentran en Venecia ninguno, o muy pocos monumentos consagrados a nuestros antepasados, aunque tanto dominados por la multitud no fueron república tan floreciente, se unieron todos en un común deseo de estabilidad, de honor y de ampliar su patria, sin tener en cuenta ni consideración de su propia privada gloria y comodidad. Y eso cualquier hombre puede comprobarlo en la ciudad, como en el extranjero hicieron cosas gloriosas, y acreditaron personalmente un mérito particular hacia su patria. Ninguna tumba majestuosa les ha sido dedicada, ni estatuas militares les recuerdan, ni proas de barcos, ni insignias, ni estandartes tomados a los enemigos tras la victoria en numerosas y valientes batallas (…)

Con esta virtud de espíritu superior nuestros antepasados plantaron y establecieron esta república en la memoria humana, quienquiera compararla con las más nobles repúblicas antiguas, difícilmente encontrará una de igual valor; oso incluso afirmar por el contrario que en los discursos de los grandes filósofos de la Antigüedad, que concibieron y forjaron repúblicas según los deseos del espíritu, no se encuentra ninguna tan bien concebida y organizada[5]”.

 Llegados hasta punto, convendría prestar atención al que Skinner definió como el gran filósofo de la libertad republicana. A menudo, y con justicia, se cita la frase de Francis Bacon: “Mucho debemos a Maquiavelo y a otros como él que escribieron sobre lo que los hombres hacen y no sobre lo que deberían hacer”[6].Bacon, que vivió entre 1561 y 1626 escribió esto, precisamente, en el momento en que muchos leían a Maquiavelo y aprendían de él, al tiempo que censuraban sus obras y lo tachaban de cínico. Shakespeare lo tachó de sanguinario, Edmund Burke lo vínculo con “la tiranía democrática” de la Revolución francesa , Marx y Engels lo  acusaron de “paralizar energías democráticas” y ya en época contemporánea el liberalismo monista de Leo Strauss tildó toda su obra de “inmoral”[7].

 Niccoló di Bernardo dei Machiavelli (1469-1527) o Nicolás Maquiavelo, era florentino, descendiente de una familia acomodada, mas no por ello de excesivo patrimonio. Cuando rozaba los 25 años, Carlos VII de Francia entró en Italia, y los Medicis, que gobernaban Florencia, tuvieron que abandonarla. Vino entonces la república del fraile dominico, Giroalano Savonarola (1452-1498), exigente y visionario predicador, que condujo una revuelta en 1494, la cual expulsó a los Médicis e impuso una efímera democracia.

 Sus esfuerzos por renovar la Iglesia en un sentido más auténtico le enfrentaron con el papa valenciano Alejandro VI, de la casa de los Borgia, y le arrastraron a la hoguera tras su excomunión. Mientras tanto, Maquiavelo era mudo espectador de los hechos. Desaparecido el demagógico fraile, Maquiavelo, en 1498, entra a servir a la república con el cargo de secretario de la Segunda Cancillería, que más o menos trataba de asuntos internos, de la guerra, y de algunas relaciones exteriores. De este modo, Maquiavelo se vio envuelto en algunas empresas diplomáticas, de entre las que descuella su viaje a la corte de Francia (1500), donde pudo observar de cerca el funcionamiento y características de un estado cuasi absolutista, en contraste con el suyo propio.

 Tras esta misión, Maquiavelo volvió a Florencia y se casó. Al poco tiempo, estalló la revuelta de Arezzo contra la República florentina (1502), inspirada por César Borgia, cuya vida y destreza política han de cautivar para siempre la imaginación de Maquiavelo. César Borgia, llamado el Valentino, era hijo del Papa Alejandro VI, e intentaba crear un fuerte estado centro italiano y, por ende, amenazar Florencia.   Maquiavelo fue a parlamentar con él, acompañando al obispo de Volterra. Junto al Valentino, vio Maquiavelo cómo conseguía aquél deshacerse con increíble habilidad de sus enemigos, mucho más poderosos que él- que se habían unido ante sus ataques. Maquiavelo captó entonces el valor de la política como arte, abstracción hecha de la mera fuerza.

 Andando el tiempo se convertiría en el mejor teorizador de este fenómeno. Fruto de este período es un escrito sobre un episodio de la política del Duque Valentino, que es un informe sometido al gobierno de Florencia fue a Roma para presenciar la elección del nuevo papa, que resultó ser Julio II, el enemigo acérrimo de César Borgia, artífice de su caída. De nuevo enriquecía Maquiavelo su experiencia, esta vez con conocimientos directos acerca del funcionamiento interno en la corte romana. A esta misión siguieron otras, entre ellas una segunda Francia.

 A partir de ese momento, Maquiavelo convencido por la marcha de los acontecimientos de la necesidad de que Florencia poseyera un ejército fuerte, se hace propagador de esta idea. Comoquiera que ésta triunfara, Maquiavelo fue nombrado canciller para la guerra. Aparecen varios escritos suyos al respecto. Luego apareció otro Rapporto delle cose della Magna, fruto de un viaje suyo a la corte germánica del emperador Maximiliano, que amenazaba a Italia, y cuyo estilo recuerda bastante a Tácito.

 Después de haber presenciado la guerra entre Venecia y los miembros de la Liga de Cambrai, y escrito sutilmente sobre ella. Maquiavelo va a Francia de nuevo (1510) con la intención de convertir Florencia en mediadora entre aquel reino y el Papado. Pero no tuvo éxito. Estalla el conflicto y los españoles, que habían tomado cartas en la disputa, asedian Florencia y hacen huir ante ellos la milicia en la que tantas había puesto Maquiavelo. En 1512, los Médicis eran reinstaurados en Florencia y perecía la república en esta ciudad.

 Maquiavelo republicano, perdió sus cargos y un poco más tarde llegó a ser encarcelado por poco tiempo, además de sufrir tormento. Por influencia salió Maquiavelo de la prisión, a los 44 años de edad, sin esperanzas políticas de ningún género. Se retiró a su villa de Percussina donde comenzó a meditar sobre lo visto y lo vivido, y sobre lo que seguía presenciando. Esta meditación es realista, su retiro no lo vuelve soñador ni idealista, su percepción de la vida política parece aumentar en esta época fructífera. No hay amargura en sus obras maestras, en Il Principe (1513), los Discorsi sopra la prima deca di Tito Livio (1519) o en sus Storie Fiorentine (1520).

 Con su retiro, y estos escritos, no siempre impresos, con siguió Maquiavelo recuperar ligeramente sus posiciones perdidas. Llegó a ser nombrado “defensor de murallas”al avecinarse el conflicto entre el emperador español. Don Carlos, y los aliados la Liga de Coñac. Esto le comprometió con los Médicis. Al caer éstos de nuevo y volver la república de inspiración savonaloriana, el antiguo secretario no tenía ya esperanzas de recuperarse. Murió pocos días después, en el verano de 1527.

 En detrimento de las tesis de Pocock (y la supuesta influencia de Aristóteles en el humanismo florentino de esta época), cabría señalar varias cuestiones. Como es sabido, Maquiavelo, (gran paradoja) forjó gran parte de su sabiduría republicana secular bajo el régimen florentino controlado por Savonarola (leyó a Livio en la biblioteca de su casa). La formación de este, no se diferenciaba ostensiblemente de la del resto de humanistas italianos del siglo XIV, en la que Aristóteles no se encontraba presente. El concepto de studio humanitatis del que bebió Maquiavelo derivaba de fuentes romanas “especialmente de Cicerón” cuyos ideales pedagógicos habían sido (como estudiaremos posteriormente) “reavivados por los humanistas del siglo XI”[8] . Cicerón era el marco desde el cual Maquiavelo entendía la libertad y el bien público republicanos, incluso su  Imperio de la Fortuna estaba determinado por Salustio y Séneca, esto es, por la Historia romana[9]

 En Maquiavelo, libertad y autogobierno son sinónimos. De hecho, en sus Discursos equipara libertad con autogobierno, ya que “las ciudades solo adquieren grandeza si el pueblo las controla” y que “solo las repúblicas dan importancia a este bien común”[10].

 Con Maquiavelo se inician muchas cosas importantes en la historia del pensamiento político, incluso una nueva clasificación de las formas de gobierno. Maquiavelo aborda las formas de gobierno tanto en El Príncipe como en los Discursos sobre la primera década de Tito Livio.

 El primero es de política militante, el segundo de Teoría política, más separado de los acontecimientos de la época. La novedad de la clasificación de Maquiavelo con respecto a la catalogación clásica, aparece desde las primeras palabras con las que se abre El Príncipe, dedicadas precisamente a nuestro tema:

 “Todos los Estados, todos las dominaciones que ejercieron y ejercen imperio sobre los hombres, fueron y son repúblicas o principados”[11]

  Estos renglones también son importantes para la historia del pensamiento político, porque introducen la palabra, destinada a tener gran éxito, Estado, para indicar lo que los griegos llamaron polis, los romanos res publica, y un gran pensador político francés, Jean Bodin, medio siglo después de Maquiavelo, llamará republiqué.

 Del fragmento citado se desprende que Maquiavelo presenta una bipartición clásica aristotélico-polibiana. El principado corresponde al reino, la república abarca tanto la aristocracia como la democracia. Los estados están regidos por uno o varios. Esta es la diferencia verdaderamente sustancial. Los varios pueden ser pocos o muchos, de allí que en el ámbito de las repúblicas se distingan las aristocráticas y las democráticas: pero esta segunda distinción ya no está basada en una diferencia esencial. Dicho de otro modo: o el poder reside en la voluntad de uno solo, y tiene el principado, o el poder radica en una voluntad colectiva, que se expresa en un colegio o en una asamblea, y se tiene la república en sus diversas formas.

 Independientemente de estas consideraciones jurídicas, la distinción de Maquiavelo, corresponde mucho mejor a la realidad de su tiempo que la clasificación de los antiguos. Tampoco debe olvidarse que con respecto  a la historia pasada, el campo de las reflexiones de Maquiavelo no fueron las ciudades griegas sino la república romana: una historia secular y gloriosa que parecía hecha a propósito en su desarrollo dividido principalmente, salvo los primeros siglos, en una república y un principado, para confirmar la tesis de que los Estados son precisamente como quería demostrarse, o repúblicas o principados.[12]

  En Maquiavelo no hay lugar para los Estados Intermedios. Y no hay lugar para ellos, es decir, para los Estados que no son ni principados ni repúblicas, porque estos Estados sufren del mal que es característico de los malos Estados, o sea, la inestabilidad. Una tesis de este tipo parece contradecir la teoría de Estado Mixto, del cual, a pesar de todo, Maquiavelo, admirador de la república romana, es, un partidario.

 El gobierno mixto que Maquiavelo identifica en el Estado como es una república, compuesta, compleja, formada por diversas partes que mantienen relaciones de concordia y discordia entre ellas. Una vez diferenciados los Estados en principados y repúblicas, El Príncipe se aboca al estudio de los primeros.

 La primera distinción tratada en el libro es entre principados hereditarios, en los cuales el poder se transmite con base en una ley constitucional de sucesión y principados nuevos, en los que el poder es conquistado por un señor que antes de conquistar aquel Estado no era príncipe. El libro está dedicado casi completamente a los principados nuevos. Lo que preocupa a Maquiavelo es establecer las premisas que le permitían invocar al último, en la famosa exhortación final, el príncipe nuevo que debería redimir Italia del dominio bárbaro.

 Maquiavelo distingue cuatro especies de principados nuevos, de con el diverso modo de conquistar el poder:

a/ Por virtud

b/ Por fortuna

c/ por maldad (es decir por violencia)

d/ por el consenso de los ciudadanos.

 Los príncipes nuevos por virtud son alabados como los fundadores de Estados, son aquellos grandes protagonistas del desarrollo histórico que Hegel llamará “individuo cósmico. Histórico”, y en torno a los cuales Max Weber construirá la figura del jefe carismático. Diferente es el caso del príncipe que conquista por maldad. Éste es el tirano en el sentido tradicional de la palabra, pero obsérvese atentamente que también en este caso el juicio de Maquiavelo no es moralista.

 El criterio para distinguir la buena política de la mala es el éxito; el éxito para un príncipe nuevo se mide por su capacidad de conservar el Estado.

 “Trate, pues, un príncipe de vencer y conservar el Estado, que los medios siempre serán honorables y loados por todos”[13]

  Como observamos, Maquiavelo, al iniciar El Príncipe, señala que ya en otra ocasión discutió sobre las repúblicas extensamente. Se refiere al primer libro de Los Discursos sobre la primera década de Tito Livio que ya había escrito cuando inicio El Príncipe (en 1513). El Capítulo II de este libro se titula: “De cuántas clases son las repúblicas y a cuál de ellas corresponde la romana”. Como se ve, hay una influencia polibiana. Maquiavelo, igual que Polibio, al abordar la historia de Roma, se detiene para describir su constitución, y por tener que tratar con una constitución particular empieza con un breve estudio de las constituciones en general.

  En las páginas de Maquiavelo se reencuentran los tres temas enunciados y desarrollados por Polibio: la tipología clásica de las seis formas de gobierno, la teoría de los ciclos, y la del gobierno mixto, ejemplificada, como en Polibio, por los gobiernos de Esparta y Roma.

 El objetivo que Maquiavelo se propone al elogiar el gobierno mixto es exaltar, como lo había hecho Polibio, la constitución de la república romana, la que, a diferencia de la espartana, producto del cerebro de un legislador, se formó, mediante un largo proceso que duró siglos.

 

II. ¿Qué libertad?: la libertad de los antiguos y su génesis histórica

II. a.  La Libertad de los antiguos:

 Pocock defiende la idea de que libertá tiene dos acepciones: por un lado, denota un estado de cosas en el que cada ciudadano participa tan plenamente como sea posible en el proceso de toma de decisiones y, por otro lado, resume una situación en la que las leyes, no los hombres, son el valor supremo y en la que el individuo recibe los beneficios de la vida social de una autoridad pública impersonal y no de manos de personas particulares. Maquiavelo habría utilizado para definir una situación similar el término equalitá [14]

 Ya en su La República y Las Leyes, Cicerón argumenta que la libertad consiste en estar todos sometidos a las leyes de la república. Textualmente:

Por este motivo, con nuestra ley se concede una libertad formal, se mantiene la autoridad de los hombres de bien y se elimina la causa de las luchas (…). De la misma manera que el mundo, gracias a una sola y misma naturaleza mantiene una cohesión y apoyo en todas sus partes, que se corresponden entre sí; así, todos los hombres pese a la unión  que existe entre ellos por naturaleza, entran en discordia por causa del error y no se dan cuenta de que son consanguíneos y de que están sometidos a un único poder protector; si esto se supiera, no hay duda de que los hombres llevarían una vida propia de dioses” [15]

 

II. b.  Génesis y desarrollo de la libertad de los antiguos (en el Renacimiento).

 A mediados del siglo XII, el historiador alemán Otón de Fresinga reconoció que en el norte de Italia había surgido una nueva y sorprendente forma de organización social y política. Una peculiaridad que notó fue, que al parecer, la sociedad italiana había perdido su carácter feudal. Descubrió que “prácticamente toda la tierra está dividida entre las ciudades” y que “casi no puede encontrarse hombre noble o grande en todo el territorio circundante, que no reconozca la autoridad de su ciudad”[16]

 La otra modificación que observó-y que pareció aún más subversiva-fue que en las ciudades había evolucionado una forma de vida política enteramente opuesta a la suposición previa de que la monarquía  hereditaria constituía la única forma sana de gobierno. Se habían vuelto “tan deseosas de libertad “que se habían convertido en Repúblicas independientes, gobernada cada una “por la voluntad de los cónsules, antes que los gobernantes”, a los que “cambiaban casi cada año” para asegurarse de que su afán de poder fuera contenido, y se mantuviera la libertad del pueblo.[17]

 El primer caso conocido de una ciudad italiana que eligiera tal forma consular de gobierno ocurrió en Pisa en 1085. En adelante, el sistema empezó a difundirse con rapidez por la Lombardía, así como por la Toscana; regímenes similares aparecieron en Milán en 1097, en Arezzo al año siguiente, y en Lucca, Bolonia y Siena en 1125.

 Durante la segunda parte del siglo ocurrió un segundo acontecimiento importante. El gobierno de los cónsules llegó a ser suplantado por una forma más estable de gobierno electivo, centrado en un funcionario llamado el podestá, conocido así porque estaba investido con el poder supremo o potestad sobre la ciudad. El podestá normalmente era un ciudadano de otra ciudad, convención destinada a asegurarse de que ningunos vínculos o lealtades locales coartaran su imparcial administración de justicia. Era elegido por mandato popular, y generalmente gobernaba asesorado por dos consejos principales, el mayor de los cuales podía tener hasta seiscientos miembros, mientras que el consejo interno o secreto normalmente se reducía a cuarenta ciudadanos destacados.

 El podestá disfrutaba de facultades vastas, pues se esperaba que actuara como supremo funcionario judicial, así como administrador de la ciudad, y que sirviera como destacado portavoz en sus diversas embajadas. Pero el rasgo decisivo del sistema era que su categoría siempre fuera la de un funcionario asalariado, nunca de un gobernante con independencia. El término de su cargo habitualmente se reducía a seis meses, y durante todo ese tiempo era responsable ante el cuerpo de ciudadanos que lo había elegido. No tenía autoridad para iniciar decisiones políticas, y al término de su gestión se le requería someterse a un escrutinio en toda forma de sus cuentas y juicios, antes de obtener autorización para irse de la ciudad que le había empleado.

 Al término del siglo XII, esta forma de autogobierno republicano había llegado a ser adoptada casi universalmente entre las principales ciudades del norte de Italia. Eran de iure, que no de facto, vasallas del Sacro Romano Imperio, aunque el Imperio nunca renunció a sus pretensiones jurídicas sobre los mismos (se remontaban estas a la época de Carlo Magno).

 Durante esta larga lucha, las ciudades de Lombardía y Toscana no sólo lograron rechazar al Emperador en el campo de batalla, sino también construir toda una gama de armas ideológicas con las que trataron de legitimar esta continuada resistencia a su Soberano nominal. La esencia de su respuesta a las demandas del Emperador consistió en la afirmación de que tenían el derecho de conservar su libertad contra intervención externa.

  Es claro, por un buen número de proclamas oficiales, que los propagandistas de la ciudad habitualmente tenían en mente dos ideas absolutamente claras y distintas cuando defendían su libertad contra el Imperio: una era la idea de su derecho  a ser libres  de todo dominio externo  de su vida política: una afirmación de su soberanía: la otra era la idea de su correspondiente derecho a gobernarse como lo consideraran más apropiado: una defensa de sus existentes constituciones republicanas.

  A pesar de todo, sin duda había una debilidad en estas afirmaciones de libertas contra el Imperio: las ciudades no tenían medios de investirse con alguna fuerza jurídica. La causa de esta dificultad se hallaba en el hecho de que, desde que se reanudara el estudio del derecho romano en las universidades de Ravena y de Bolonia a finales del siglo XI, el código civil romano había llegado  a ser el marco básico de la teoría y la práctica jurídicas por todo el Sacro Romano Imperio.

 Durante toda su lucha contra el Imperio, el principal aliado de las ciudades italianas había sido el Papado La alianza fue forjada por el Papa Alejandro III, después de que Barbarroja se había negado a reconocer su ascenso al trono papal en 1159. 

 Sin embargo, en esta alianza había, inherente, un peligro, como pronto lo descubrieron las ciudades, a sus expensas. Fue que los Papas empezaron a aspirar por si mismos al Regnum Italicum. Esta ambición se hizo obvia por primera vez ante los intentos de Manfredo , hijo ilegítimo de Federico II, por utilizar su base de poder como rey de Nápoles para continuar la política de su padre en Italia durante el decenio de 1260.

 Una manera obvia de atacar las pretensiones de la Iglesia al dominio temporal era llamar al Emperador para restaurar el equilibrio contra el Papa. Era, posible, es decir, sencillamente reconocer la antiquísima pretensión imperial de que el Regnum Italicum era, en realidad una parte del Sacro Imperio Romano y argüir así que el Papado no podía ser el soberano legítimo de la Lombardía y la Toscana, ya que esto implicaría una usurpación de los derechos jurídicos del Emperador. Ésta era una estrategia particularmente tentadora de adoptar a comienzos del siglo XIV, cuando la llegada de Enrique de Luxemburgo a Italia en 1310 pareció por un breve momento, convertir en realidad una vez más el ideal del Imperio medieval.

 Con mucho, el escritor florentino más importante de aquellos años, que ofreció todo su apoyo al Emperador para restaurar el equilibrio contra el Papa, fue Dante en su tratado sobre La Monarquía. Éste fue escrito casi ciertamente entre 1309 y 1313, en el momento en que las esperanzas de los imperialistas estaban en su apogeo.

 El alegato fundamental de Dante es en pro de la restauración de “la quietud y tranquilidad de la paz”, pues, cree que la “paz universal es el medio más excelente de asegurar nuestra felicidad[18].

 Cuando pasa a considerar por qué y tranquilidad en la Italia de su época, enfoca dos causas principales. La primera, a la que dedica el libro II de su escrito, es el rechazado de la legitimidad del Imperio. La segunda, tema del Libro III, es la falsa creencia en que “la autoridad del Imperio depende de la autoridad de la Iglesia”. A este respecto, Dante considera a los papas como jefes de quienes “resisten a la verdad”, pues se niegan a aceptar que el Papado no tiene un auténtico poder temporal y no reconocen, así, que “la autoridad  del Imperio de ninguna manera depende de la Iglesia[19]

 Su otro argumento- aún más en armonía con la ideología prevaleciente de las ciudades-repúblicas-es que el gobierno del Emperador también llevaría al máximo la libertad, el don, según Dante, más precioso de Dios a la naturaleza humana, ya que “sólo en una monarquía es la humanidad auto-dependiente, y no depende de nadie más[20]

 A pesar de todo, no hay duda de que desde el punto de visto de las repúblicas lombarda y toscana, siempre celosas de sus libertades, la propuesta de Dante difícilmente pudo parecer una solución muy tentadora a sus dificultades. Aunque les permitía negar el derecho del Papa a intervenir en sus asuntos, lo hacía poniéndoles nuevamente el sambenito del Sacro Imperio Romano. Era obvio que lo más necesitaban, ante todo, era una forma de argumento político capaz de vindicar su libertad contra la Iglesia sin tener que cederla a nadie más.

 La respuesta a este problema fue formulada por primera vez en Padua, la más destacada república lombarda, poco después de que el fracaso de la expedición imperial de 1310-1313 había hecho imposible el tipo de solución propuesta por Dante. La contribución clave fue de Marsilio de Padua (1275-1342) en su célebre tratado Defensor de la Paz, que completó en 1324. La respuesta que propuso, y que ocupa el segundo y más largo de los Discursos en que está dividido el Defensor el también era resultado directo del marco que hemos esbozado, en el sentido que aportaba (y se lo proponía) el tipo de apoyo ideológico que las ciudades-repúblicas del Regnum Italicum más necesitaban en aquella coyuntura para defender sus tradicionales libertades contra el Papa.

  En esencia, la respuesta de Marsilio consiste en la afirmación, sencilla pero osada, de que los soberanos de la Iglesia han interpretado mal la naturaleza de la propia Iglesia al suponer que es el tipo de institución capaz de ejercer alguna forma jurídica, política o de otra índole de jurisdicción coactiva.

 La otra forma en Marsilio ataca la supremacía de los papas es elevando hasta las alturas sin paralelo los derechos de las autoridades seculares sobre la Iglesia. Ya había afirmado que ningún miembro de la Iglesia tiene derecho a ninguna jurisdicción coactiva en virtud de su cargo. De allí se sigue que cualesquiera poderes coactivos que puedan ser necesarios para la regulación de la vida cristiana deben ser ejercidos, por derecho, exclusivamente por “el legislador humano fiel”, término  de Marsilio para el poder secular más elevado dentro de cada reino o ciudad república[21].

 A finales del siglo XIII, la mayor de las ciudades eran víctimas de facciones internas hasta tal punto que se vieron obligadas a abandonar sus constituciones republicanas, a aceptar el férreo régimen de un solo signore, y a dar el paso de una forma libre de gobierno a otra despótica, con la intención de alcanzar una mayor paz civil.

La causa radical de esta erosión hay que buscarla en las divisiones de clase que empezaron a desarrollarse a comienzos del siglo XII. El rápido ritmo de comercio dio prominencia a nuevas clases de hombres, gente nuova, que pronto se enriquecieron como mercaderes en las ciudades y en los circundantes contada.

 Sin embargo, pese a su creciente riqueza, estos popolani no tenían voz en los consejos de gobierno de sus ciudades, que continuaban firmemente bajo el mando de las antiguas familias de magnates. Al ampliarse estas divisiones, empezaron a generar un alarmante aumento de violencia civil, en que los popolani luchaban por obtener reconocimiento mientras los magnates se esforzaban por mantener sus privilegios oligárquicos.

  Ante este trasfondo de crecientes luchas civiles, no es de sorprender que a finales del siglo XII una mayoría de las ciudades del Regnum Italicum hubiese llegado a la conclusión, más o menos voluntaria, de que su mejor esperanza de supervivencia estaba en aceptar el gobierno fuerte y unificado de un solo signore en lugar de tan caótica libertad.

 Este cambio de gobierno in libertá, a gobierno a signoria, se logró limpia y rápidamente en la mayoría de las ciudades del Regnum Italicum, sin duda como consecuencia del cansancio producido por el trasfondo de incesantes luchas entre facciones. Pero hubo, varias importantes excepciones a esta regla. Unas cuantas de las ciudades se dedicaron a resistir al surgimiento de los déspotas, con todo vigor y algunos casos triunfalmente, desarrollando en el proceso una agudizada conciencia propia acerca del valor especial de la independencia política y el gobierno republicano.

 La primera ciudad que organizó una determinada defensa de su constitución republicana fue Milán. Cuando los popolani exiliaron a sus adversarios y nombraron a Martin della Torre como signore del pueblo en 1259. Pero la ciudad que hizo más que ninguna otra por contener el avance de los déspotas de entonces fue desde luego Florencia. Como hemos visto, los florentinos lograron rechazar todo desafío interno a su independencia durante el siglo XIII. Cuando Manfredo los atacó en el decenio de 1260 se aliaron con Carlos de Anjou y pronto conjuraron la amenaza.

 Estos esfuerzos por resistir el advenimiento de los signori fueron acompañados en cada caso por el desarrollo de una ideología política destinada a vindicar y subrayar las virtudes especiales de la vida pública republicana. Puede argumentarse que el surgimiento de esta ideología a finales del duecento y principios del trecento ha sido muy poco reconocida por los historiadores del pensamiento renacentista.

 En realidad, había dos tradiciones distintas del análisis político, a las que podían recurrir los protagonistas del gobierno republicano a finales del siglo XIII. Una se había desarrollado a partir del estudio de la retórica, que había sido un importante foco de enseñanza en las universidades italianas desde su fundación, en el siglo XI o Ars Dictaminis. La otra había surgido de la filosofía escolástica, introducida en Italia desde Francia en la última parte del siglo XIII (Aristóteles, Catón y Cicerón).

 Ambas tradiciones permitieron a los protagonistas de la libertad republicana conceptualizar y defender el valor especial de su experiencia política, y argumentar en particular que la enfermedad del faccionalismo era curable y así, que la defensa de la libertad podía ser compatible con la conservación de la paz.

Si primero consideramos los argumentos que los escritores de comienzos del quatrocentto suelen presentar al analizar los peligros a la libertad, veremos que, aun cuando plantean a menudo las mismas preguntas de sus predecesores, generalmente llegan a un conjunto de respuestas marcadamente contrastantes. Los humanistas ya no hacen gran hincapié en los peligros del faccionalismo. La razón de este cambio de perspectiva quizá deba buscarse en el hecho de que, con la promulgación de una constitución en 1382, cuatro años después de la revuelta de los Ciompi, Florencia entró en un periodo insólitamente estable de dominación oligárquica, que duró bastante más de una generación.

 Si miramos hasta el decenio de 1430, veremos que el temor al faccionalismo revive en tratados como La Vida Cívica de Mateo Palmieri. Pero si enfocamos la primera de humanistas, encontramos un sentido mucho más optimista de que las dificultades constitucionales de la república bien pueden haberse resuelto. Leonardi Bruni en particular hace sonar una nota excesivamente optimista en el Elogio, de Florencia, que compuso entre 1403 y 1404. No solo glosa toda prueba sobreviviente de antagonismo faccionales, sino que se siente autorizado a jactarse, diciendo que “hemos logrado equilibrar todas las secciones de nuestra ciudad de manera tal que produzca armonía en todo aspecto de la república”[22]

 El primer humanista cívico que lanzó un ataque explícito al valor de la monarquía fue Salutati, quien expidió una carta pública sobre este tema, allá en 1376, complementándola con otra carta en elogio de la libertad republicana en 1392. Bruni apoya con entusiasmo la misma posición en su Oración a Strozzi, que incluye un ataque explícito a quienes prefieren una forma monárquica de gobierno.

El principal argumento de Bruni es que los reyes no pueden tener esperanzas de ser bien servidos, ya que “los hombres buenos para ellos son mayor motivo de desconfianza que los hombres malos, siendo la razón que la virtud en cualquiera que no sean ellos mismos siempre constituye una amenaza”[23]

 Alberti repite el mismo argumento en su diálogo sobre La Familia, al discutir el asunto de la “buena administración”.  Insiste en que en las cortes principescas, los buenos siempre son superados en número por los hipócritas, los aduladores y los envidiosos”, con el resultado de que “rara vez es bien recompensada la virtud” por príncipes o reyes. La conclusión es obvia, como ya lo había declarado Bruni en su Oración, es que “la forma popular de gobierno” debe ser tratada como la “única forma legítima”, por razón que no sólo “hace posible la verdadera libertad e igualdad ante la ley para todo el cuerpo de ciudadanos” sino que también “permite el florecimiento de las virtudes sin provocar ninguna desconfianza”[24]

  El punto final en que puede decirse que los humanistas de principios del quatrocentto se apoyaron en conceptos anteriores acerca de la idea de libertad política se encuentra en su filosofía histórica, y especialmente en la preferencia que expresan por la libertad de la república sobre el despotismo de los últimos años del Imperio.

 Donde más claramente aparece esto es el Elogio de Bruni, que corrobora la tesis de Salutati en el sentido de que Florencia originalmente no fue fundada por Julio Cesar, como siempre se había supuesto patrióticamente, sino, antes bien, por los veteranos de Sila en los últimos años de la república. Como Florencia es tan famosa por sus libertades republicanas, a Bruni le parece obvio que “esta colonia debió ser establecida en un momento en que la ciudad de Roma más florecía en poder y libertad”. Concede que “esta libertad fue socavada, no mucho después del establecimiento de la colonia, por los más atroces crímenes”. Pero insiste en que “tan esplendida colonia romana”  solo pudo establecerse cuando “la libertad del pueblo no le había sido arrancada por ningún César, Antonio, Tiberio o Nerón”[25].

  Este elogio a la república romana va acompañado por una activa hostilidad hacia Julio César en que una vez más se repiten las ideas de los predecesores escolásticos de Bruni. Cesar es tratado en el Elogio como el gozne en rededor de cuya carrera gira la libertad de  de la república romana, hasta para en la tiranía del Imperio. Antes de él llegaron Camilo, Escipión, Marcelo y Catón todos ellos “hombres sacros y meritorios”. Luego llegó el propio Cesar, del que se dice que “sus muchos y graves vicios”, que incluyeron “la proscripción de ciudadanos inocentes” superaron “sus muchas y grandes virtudes” . Y después de César, el gobierno cayó en manos de un grupo de hombres que “no fueron redimidos de sus vicios por ninguna virtudes” incluso el aborrecible Calígula “quien deseo que el pueblo romano tuviera una sola cabeza”[26].

  El único punto en que pueda decirse que Bruni y sus seguidores extendieron el análisis ofrecido por los anteriores teóricos escolásticos se encuentra en la explicación que ofrecen de la grandeza de la república romana y la decadencia del Imperio. Bruni considera la historia de Roma como la más clara prueba de su idea de que un pueblo ha de alcanzar la grandeza mientras tenga libertad para intervenir en el negocio del gobierno, y está condenado a caer en la corrupción en cuanto se deja arrebatar esta libertad.

 Alude primero al surgimiento y caída de Roma como mejor prueba de su teoría, en su Elogio de Florencia, donde observa que “después de que la república fue transferida a las manos de un solo hombre, no pueden encontrarse ya espíritus célebres y talentosos”[27]. Pero su principal desarrollo de la tesis aparece al principio de su Historia del pueblo florentino, compuesta en su mayor parte entre 1414 y 1420.

 El libro I consiste en una visión sinóptica de la historia de Italia, desde los orígenes de la república romana hasta las campañas contra Federico II, a mediados del siglo XIII. El principio organizador de este estudio es la idea de que el crecimiento y el desplome de la hegemonía romana deben explicarse básicamente por la realización y pérdida de la libertad política.

  Se considera que el progreso triunfante de la república ilustra de que “cuando se allana el camino a la grandeza, los hombres se levantan con mayor facilidad, mientras que, cuando lo encuentran cerrado, cae en la molicie”. Y a la inversa, nos dice que la corrupción y caída de Roma datan “del momento mismo en que se suprimió la libertad del pueblo, y cayeron bajo el gobierno de los emperadores”. Con la llegada del principado “el pueblo rindió su libertad” y “con la pérdida de su libertad se desvaneció su fuerza” [28]

 El descubrimiento los llamados humanistas cívicos a principios del siglo XV, fue que, a consecuencia de haber adquirido tantos textos nuevos y de llegar así a reconocer cuán lejos habían sido escritos originalmente, en –y para- un tipo muy distinto de sociedad, los humanistas gradualmente empezaron a adoptar una nueva actitud hacia el mundo antiguo. Hasta entonces, el estudio de la Antigüedad clásica, con sus altibajos a lo largo de la Edad Media, no había generado ningún sentimiento de radical discontinuidad con la cultura de Grecia y Roma.

  Se produce lo que Panofsky denominó como un principio de disyunción; entre el empleo de las formas clásicas y la insistencia en que transmitieran mensajes de significación contemporánea. En resumen, el pasado clásico fue considerado, por primera vez, como totalmente separado del presente. Se alcanzó un nuevo sentido de la distancia histórica, como resultado del cual la civilización de la antigua Roma empezó a aparecer como una cultura totalmente separada, que merecía, que en realidad requería, ser reconstruida y apreciada, hasta donde fuera posible, en sus propios términos distintivos.

 El síntoma más importante de la nueva visión fue, desde luego, el desarrollo de un estilo clásico no anacrónico. Esto se logró por primera en la escritura y arquitectura de Florencia de comienzos del quottrocentto: Ghilberti y Donatello empezaron a imitar las formas y técnicas exactas de la estatuaria antigua, mientras que Brunellleschi hizo una peregrinación a Roma para medir la escala precisa y las proporciones de los edificios clásicos. Dentro de una generación, una transformación similar había invadido el arte de la pintura: Mantegna empezó a introducir un clasicismo exacto en sus frescos, y los mismos valores pronto fueron adoptados y desarrollados en Florencia por Pollaiuolo, Boticelli y toda una larga sucesión de sus discípulos y seguidores.

  El punto decisivo, para los propósitos de nuestro argumento, es que lo mismo puede decirse de la revolución organizada por los humanistas en el estudio de la retórica y la filosofía antiguas en el curso del siglo XIV. El héroe de esta historia es Petrarca. Finalmente, Petrarca logró superar la disyunción entre los fundamentos clásicos del Ars dictaminis y los propósitos prácticos que básicamente estaba destinado a servir. Rechazando todo intento de insertar los escritos de Cicerón en las tradiciones preestablecidas de la instrucción en las artes retóricas, trató de recuperar, lo que el propio Cicerón había considerado como el valor especial de una educación fundada sobre una combinación de retórica y filosofía.  

  El renacer de la vir virtutis ciceroniana en Petrarca se tradujo en un anhelo de libertad patriótica entre los humanistas italianos del siglo XV, exhortando a los conciudadanos del Regnum Italicum a restaurar antiguas glorias patrias. Esta demanda ya es central en el análisis de virtus hecho por Petrarca, hermosamente expresado en su famosa canzone Mi Italia” que incluye esta estrofa:

Virtud contra furor

Las armas tomarán; y será breve el combatir

Que el antiguo valor

en los itálicos corazones aún no ha muerto

  Aseverar que los hombres son capaces de alcanzar la mayor excelencia es implicar que deben se aptos para superar todo obstáculo puesto en el camino de tal meta. Los humanistas reconocen de buena gana que su visión de la naturaleza humana les hace apoyar un análisis muy optimista de la libertad y las facultades del hombre, y por consiguiente pasan a ofrecer un exaltante concepto del vir virtutis como fuerza social creadora.

 Francesco Guicciardini, al escribir su Historia de Italia poco antes de 1540, dividió el Renacimiento tardío en dos periodos distintos y trágicamente opuestos de desarrollo político. Como lo explica al principio de la Historia, la línea de demarcación cae en 1494, año en que “tropas francesas , convocadas por nuestros propios príncipes, empezaron a provocar aquí muy grandes disensiones”[29]. Antes de este momento fatal “Italia nunca había disfrutado tanta prosperidad ni conocido una situación tan favorable”[30]. Los largos años de conflicto en Florencia y Milán finalmente habían terminado en 1454, después de lo cual “por doquier reinaron la mayor paz y tranquilidad”. Sin embargo, con la llegada de los franceses, Italia empezó a padecer “todas aquellas calamidades que habitualmente afligen a los miserables mortales”[31]

 Cuando Carlos VIII invadió el país en 1494, sometió a Florencia y Roma, se abrió paso luchando hacia el sur, hasta llegar a Nápoles, y permitió a sus vastos ejércitos saquear los campos. Su sucesor. Luis XII, organizó tres nuevas invasiones, atacando Milán repetidas veces y generando una guerra endémica por toda Italia. Por último, el mayor desastre de todos llegó cuando el Emperador Carlos V, a principios del decenio de 1520, decidió arrebatar Milán a los franceses, esta decisión convertiría todo el Regnum Italicum en un campo de batalla durante los próximos treinta años.

 Quizás el motivo más central del humanismo renacentista, sea la proposición de que virtu vince fortuna, que la virtú sirve para superar el poder de la fortuna al gobernar nuestros asuntos. Los humanistas siempre habían reconocido el grado del poder de la fortuna, pero al mismo tiempo insistían en que un hombre de virtú siempre encontrará los medios de limitar y subyugar su tiranía. Aún encontramos parte de la misma confianza expresada por Maquiavelo y sus contemporáneos.

 En sus Discursos, Maquiavelo declara que “sólo donde los hombres tienen poca virtú”, la “fortuna no influye” sobre los grandes hombres, ya que “ellos no cambian, sino que permanecen siempre resueltos”[32] aun ante su mayor malevolencia. Y termina su capítulo sobre la influencia de la fortuna proclamando en su tono más elevado que, a pesar del dominio de la diosa sobre los asuntos humanos, los hombres “no deben ceder nunca”. Deben reconfortarse pensando en el hecho de que “siempre hay esperanza” aun cuando “no conozcan el fin y avancen por caminos que se cruzan y que aún no han sido explorados”. Y como hay esperanza “no deben desesperar, traiga lo que traiga la fortuna, o en que avatares se encuentren”[33].

 Sin embargo, al ir desenvolviéndose la terrible historia de Italia en el siglo XVI, los últimos humanistas fueron quedando abrumados por la sensación de que estaban viviendo en una época en que virtú y ragione ya no eran capaces capaces de parar los golpes de la fortuna. Los intentos de los republicanos por establecer un gobierno popular en Roma finalmente fueron aplastados en 1527, cuando los ejércitos de Carlos V, amotinados e incontenibles, saquearon la ciudad y dejaron que su destino fuera decidido por las potencias invasoras. La última república florentina fue aplastada tres años después de lo cual los Medicis finalmente lograron acalllar las tradicionales exigencias de libertad republicana. Ante estas pruebas estremecedoras de la malevolencia de la fortuna, la confianza característica de los humanistas empezó a vacilar y se desplomó, hasta llegar a un sentido de creciente impotencia, Y con esta pérdida de fe en el poder de la virtú, llegó a su fin la gran tradición del republicanismo italiano.

 Los comienzos de esta decadencia ya pueden observarse en Maquiavelo, quien acepta la visión, en el fondo fatalista, de que pese a los mejores esfuerzos de nuestros estadistas, hay un inexorable ciclo de crecimiento y decadencia por el cual ha de pasar toda comunidad. No hay señales de esta visión determinista de la condición humana en El Príncipe, pero los Discursos empiezan con una explicación completa de la teoría polibiana de los ciclos inevitables. Maquiavelo afirma que todas las comunidades son originalmente gobernadas por príncipes que, al ser hereditarios, degeneran en tiranos, provocando así conjuras de parte de la aristocracia en contra de ellos. Entonces, los aristócratas implantan sus propios gobiernos, que pronto degeneran en oligarquías, provocando conspiraciones de parte de las masas.

 Éstas, a su vez, implantan democracias, que a la postre conducen a la anarquía, lo cual les persuade a retornar a la posición inicial de gobierno por un príncipe. Desde luego, Maquiavelo cree que estas inevitables etapas de corrupción y declinar pueden evitarse mediante el establecimiento de una forma mixta de régimen republicano, ya que esto permite que las fuerzas de las tres formas puras de gobierno se combinen, sin sus concomitantes flaquezas. Pero más adelante pone en claro que, tomando la perspectiva más vasta sobre los asuntos los asuntos humanos, hemos de concluir que a la postre, la fortuna se hace cargo de todo. No sólo acepta la convencional creencia humanista en que ocurren muchos acontecimientos y suceden muchos infortunios contra los cuales los cielos “no han querido que se tomen medidas”. Y hasta llega a afirmar que la “historia en conjunto es testigo” de la afirmación mucho más pesimista de que “los hombres pueden secundar su fortuna, pero no pueden oponérsele”, y así, que “pueden actuar de acuerdo con su ordenes, pero no infringirlos”[34]

 Si ahora nos adelantamos más de una década, a partir de los Discursos de Maquiavelo, y nos volvemos hacia las Máximas de Guicciardini y su Historia, encontraremos un sentido grandemente intensificado del desequilibrio entre los poderes de la fortuna y las capacidades del hombre. Las Máximas empiezan con ciertas reflexiones bastante convencionales sobre el hecho de que la fortuna desempeñe “tan grande papel” en nuestras vidas y “tenga gran poder sobre los asuntos humanos”. Pero no pasa mucho tiempo antes de que empiece a oírse una nota de creciente desesperación. Guicciardini reconoce que “todas las ciudades, todas las regiones son mortales” y que todo “sea por naturaleza, sea por accidente, termina en algún tiempo” a pesar de los esfuerzos que podamos hacer para impedir este desplome último[35].

 En consecuencia, se concentra tratando de reconfortar a quienes, como él mismo, se encuentran viviendo “en las etapas finales”  de la existencia de su país, y dice que un hombre que se encuentra en semejante situación “no debe sentir tanta lastima hacia su país como hacia sí mismo”,  ya que “lo que ocurrió a su país era inevitable” en algún punto, mientras que “nacer en un tiempo en que ha de ocurrir semejante desastre”, sólo puede considerarse como un infortunio terrible y gratuito. Para cuando llegó a escribir su Historia en los últimos años de su vida, esta sensación de vivir en una época de catástrofe irreversible había llegado a dominar toda la visión de Guicciardini. Abandonando la creencia humanista en que el principal deber del historiador es dar a sus lectores preceptos y consejos útiles, dedica todo su relato a narrar la tragedia de la progresiva explotación final y desplome de Italia.[36]

Por último, cuando llegamos a un escritor como Boccalini, que trata de avanzar entre las ruinas de la tradición republicana a finales del siglo XVI, encontramos un tono de franca desesperación. El último Libro de Los Consejos desde el Parnaso contiene una escena en que “todos los principales potentados de la Tierra” se encuentran ante “ el censor público de los asuntos políticos”, para ser condenado por turnos, en el estilo más despiadadamente irónico de Boccalini, por no haber dado a sus ciudadanos ni la menor apariencia de un gobierno sano y eficaz.[37]

El Sacro Romano Emperador es acusado de negligencia escandalosa; los franceses son acusados de auténtica locura: a los españoles se les dice que su gobierno es “odioso a los hombres”; los ingleses son estigmatizados como peligrosos herejes; el Imperio Otomano es execrado por  su cruel rigor” y aun a Venecia se le advierte que su serenidad está en peligro, por los excesos de sus nobles[38]

 Cada gobierno trata de defenderse, pero las justificaciones que ofrece sólo sirven para subrayar la triste conclusión de que la época de la virtú ha llegado a su fin. Algunos de ellos tratan perversamente de argüir que sus aparentes flaquezas son, en realidad, pruebas de la sabiduría de sus estatistas. Así los franceses se quejan de haber censurados por “las virtudes primarias” de su gobierno, mientras los otomanos defienden su crueldad en términos estrictamente maquiavélicos, insistiendo en que “las virtudes heroicas de la demencia y la bondad” sólo sirven para poner en peligro “ la tranquilidad y la paz de los estados” [39]

 Las naciones más modestas reconocen que su conducta es repugnante, pero insisten en que el maligno poder de la fortuna y sus propias circunstancias, generalmente adversas hacen imposible pensar siquiera en alguna reforma. El Emperador declara que los problemas de su gobierno son tan intratables que harían que el propio “Rey Salomón” pareciera “un necio”. Los españoles reconocen que su gobierno es “deficiente y lleno de peligro”, pero protestan diciendo que no está en su poder sugerir siquiera algún remedio. Y el Rey de Inglaterra simplemente se echa a llorar sin tratar siquiera de defenderse. Toda la época aparece condenada como aquella en que la virtú es ya casi irreconocible y, de ser reconocida, ya no se la práctica.[40]

  

  III. La libertad Republicana en el siglo XVII (Las paradojas de Hobbes)

 Quentin Skinner señala que la eclosión de esta noción de libertad se produjo durante la Revolución puritana inglesa, a mediados del siglo XVII. Lo que Harrington llamó la libertad de una commonwealth (república). Al igual que Nedham en la introducción a su obra Excellency of a Free State (La excelencia de un Estado Libre).

 “Los romanos alcanzaron una cumbre, más allá de lo imaginable después de la expulsión de los reyes y del gobierno monárquico. Estas cosas no suceden sin una razón concreta, pues es más frecuente que en los Estados libres, al dictarse un decreto, se tenga una mayor consideración hacia el interés público que hacia los intereses particulares: lo opuesto sucede en una monarquía, porque en esta forma de gobierno la voluntad de la príncipe pesa más que cualquier consideración del bien común. Y de ahí que cuando una nación pierde su libertad y cae bajo el yugo de un tirano, de inmediato pierde su antiguo lustre” [41]

  El autor de De Cive y Levitan era muy consciente de la existencia de una tercera libertad heredera de griegos y romanos, pero, paradójicamente, Hobbes se mofa en el Leviatan se de la república auto gobernada de Lucca y de las ilusiones que abrigan sus ciudadanos sobre su modo de vida o aparentemente libre. Han escrito, dice Hobbes: “en las torretas de la ciudad de Lucca, en el día de hoy y con grandes caracteres, la palabra LIBERTAS[42]

 Para Hobbes no tendrían razón, para creer que, en cuanto ciudadanos comunes y corrientes, tendrían una mayor libertad de la que tendrían bajo el Sultán de Constantinopla. No se darían cuenta de que lo que importa para la libertad individual no es el origen de la ley sino su alcance y que, por lo tanto, “la libertad sigue siendo la misma bajo un Estado monárquico o popular”[43].

 Harrington replica de manera directa. Como súbdito del sultán se es menos libre que como ciudadano de Lucca, simplemente porque la libertad en Constantinopla, por muy amplia que sea, seguirá dependiendo por completo de la buena voluntad del sultán. Pero esto significa que en Constantinopla se sufre una forma de limitación ajena incluso para el más humilde ciudadano de Lucca.

  Lo que se puede decir y hacer estará siempre limitado por la conciencia de que, tal y como señala Harrington sin ambages, incluso el más grande de los pachas en Constantinopla no es ni siquiera dueño de su cabeza y está expuesto a perderla en cuanto hable o actúe de modo que ofenda al sultán. En otras palabras, el solo hecho de que la ley y la voluntad del sultán sean una misma cosa implica una limitación de la libertad del individuo. La libertad no es la misma bajo un Estado monárquico o popular.[44]

 Al contrario que Hobbes, el republicano afirma que para que la libertad política se dé, no sólo hay que enfrentarse a la interferencia y a la constricción en sentido propio, sino también a la dependencia, ya que la condición de dependencia constituye una constricción de la voluntad, y por tanto, una violación de la libertad. Esto significa que quien ama la verdadera libertad del individuo no puede ser no ser liberal, pero no puede ser sólo liberal.

 Debe estar dispuesto asimismo a defender programas políticos cuyo fin sea reducir los poderes arbitrarios que impongan a muchos hombres y mujeres una vida en condiciones de dependencia.

 Philip Pettit pretende demostrar que este lenguaje de la dominación y de la libertad, este lenguaje de la libertad como no dominación, está vinculado con la larga tradición intelectual republicana que ha venido moldeando muchas de nuestras más importantes instituciones y constituciones que asociamos a la democracia.

  La antigua tradición republicana a la que se refiere es la tradición de Cicerón en la época de la República romana; la de Maquiavelo de los Discursos, y de otros varios autores de las repúblicas renacentistas italianas; de James Harrington y un buen puñado de figuras menores durante y después del período de la Guerra Civil y de la Commonwealth inglesa; y de muchos teóricos de la república y la Commonwealth en la Inglaterra, la Norteamérica y la Francia del siglo XVIII.

 Las discusiones contemporáneas sobre la organización social y política están dominadas por una distinción que Isaiah Berlin (1958) hizo célebre. Se trata de la distinción entre lo que él, siguiendo una tradición de finales del siglo XVIII, describe como libertad negativa y libertad positiva.

 Berlin topó con la tradición que distinguía entre la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos. Lo que llevó a la clara sugerencia de que mientras la libertad negativa hacia mención a la no interferencia, la libertad positiva sería el tipo ideal que reduce sólo a esos celebradores de los tiempos premodernos, que son los aficionados románticos de la contra ilustración, Herder, Rousseau, Kant, Fichte, Hegel o Marx.

 Para Pettit existe un tercer enfoque de entender la libertad, y las exigencias de la libertad, el enfoque republicano. Más allá de la taxonomía berliniana, existe una libertad de no dominación, de ausencia de servidumbre, esto es, ausencia de interferencia arbitraria:

 “Concluyo, pues, que no sólo hay una tercera intermedia entre las ideas de la no interferencia y el autodominio. También resulta perfectamente plausible pensar en esta alternativa como en un ideal de libertad política y social” [45]

   La línea seguida por los republicanos se revela en su concepción de la libertad como ciudadanía o civitas. La ciudadanía es un status que sólo puede existir bajo un régimen adecuado de derecho.

 Por tanto, lo que hace que la idea de libertad como no dominación tenga sentido no es sólo la ecuación republicana de libertad y ciudadanía-con su implicación de que las leyes crean libertad- También le da sentido la aseveración harringtoniana- afín a la anterior -, según la cual las condiciones en las que un ciudadano es libre son las mismas en las que la ciudad o el estado es libre.

 

 III. El nacimiento del Estado Moderno y la teoría del autogobierno republicano contemporáneo

  Ya en el siglo XIV, es posible encontrar el término latino status- junto con algunos equivalentes en las lenguas vernáculas tales como estat, estato y state usado de manera general en una variedad de contextos políticos. Durante este período de formación, estas expresiones eran utilizadas sobre todo para aludir al estado o posición de los propios gobernantes. Hacia fines del siglo XIV, el término status también se usaba regularmente para hacer referencia el estado de un reino o república. Esta concepción del status republicae tiene un origen clásico, y puede hallarse en las historias de Livio y Salustio, así como en los discursos y obras políticas de Cicerón.

 Para el momento en que nos encontramos con El Príncipe de 1513, la cuestión de lo que los gobernantes deberían hacer para mantener su posición política había llevado a ser el tema principal del debate. Los consejos de Maquiavelo están casi enteramente dirigidos a los nuevos príncipes que quieren “mantener lo stato”, conservar sus posiciones en los territorios que hubieran podido heredar o adquirir.

  La introducción inglesa del De Cive de Thomas Hobbes de 1651, comienza con la promesa de investigar el derecho del Estado y con los deberes de los ciudadanos.La introducción al Leviatán, publicado por primera ese mismo año, anuncia de modo similar que el propósito de la obra será analizar “ ese Gran Leviatán que llamamos república o Estado”[46]. Desde entonces, la idea de que la confrontación entre individuos y estados proporciona el tema central de la teoría política ha llegado a ser universalmente aceptada.

  Al entender a lo que el estado republicano contemporáneo debería hacer, la primera cosa que hay que observar es que el republicanismo ofrece  al Estado un lenguaje pluralista en el que formular los agravios que él habrá de tratar de rectificar: un lenguaje de libertad, en el que es posible dar sentido a una variedad de exigencias dirigidas al estado. Esas causas no sólo incluyen la tradicional y conservadora petición de orden y predictibilidad-y en verdad, de propiedad privada-, sino también causas tan diversas como el ambientalismo, el feminismo, el socialismo y el multiculturalismo.

 “Yo sostendré que el lenguaje republicano de la libertad como no dominación proporciona un medio que permite articular un buen número de agravios. No sólo tiene un atractivo universal como lenguaje de la libertad. También resulta pertinente para un sinfín de causas específicas, particularistas incluso”[47].

 Hay cinco grandes ámbitos de toma de decisiones políticas-que tocan a la defensa exterior, a la protección interior, a la independencia personal, a la prosperidad económica y la vida pública.

 El Estado republicano no sólo debe tratar de combatir concepciones dominadoras del dominium; también debe guardar de la dominación procedente del imperium del estado, tiene que preocuparse tanto por lo que hace el estado, cuanto por lo que es: tanto por los objetivos del estado, cuanto por sus formas.

 “La lección es que los instrumentos empleados por el estado deberían ser, en lo posible, no manipulables. Diseñados para la promoción de ciertos bienes públicos, tendrían que ser máximamente reluctantes a su empleo arbitrario, banderizo quizá”[48]

 Si el modo de operar del estado no ha de estar sujeto a manipulación sobre bases arbitrarias, hay unas condiciones constitucionalistas que deben ser plausiblemente satisfechas.

1.- El Imperio de la ley

2.- Restricción de la dispersión de poder

3.- La contramayoría, según la cual tienen que dificultársele, no facilitársele a la voluntad mayoritaria las modificaciones de al menos ciertas áreas fundamentales del cuerpo de leyes.

 El único modo de un régimen republicano para garantizar que la discrecionalidad constitucionalista no sea hostil a los intereses del conjunto de la ciudadanía, es la introducción sistemática de posibilidades de disputar los actos del estado por parte de la gente corriente. Se trata de una democracia basada en la disputabilidad por parte de la gente de cualquier cosa que pueda hacer el estado. Esta democracia contestataria será incluyente y deliberativa.

  “la promoción de la libertad como no dominación exige, que se haga algo para garantizar que la toma pública de decisiones atienda a los intereses y a las interpretaciones de los ciudadanos por ella afectados…Requerir que la toma de decisiones públicas sea disputable desde cualquier rincón de la sociedad, es insistir en que la toma de decisiones adopte un determinado perfil democrático. La democracia según se entiende corrientemente, va ligada al consentimiento; está casi exclusivamente vinculada a la elección popular del personal del estado, o al menos, con la elección popular de la legislatura.

 Pero la democracia puede entenderse también, sin necesidad de forzar indebidamente nuestras instituciones, de acuerdo con un modelo más de disputa o de disenso que de consenso. De acuerdo con este modelo, un gobierno será democrático, un gobierno representará una forma de poder controlado por el pueblo, en la medida que el pueblo, individual y colectivamente, disfrute de la permanente posibilidad de disputar las decisiones del gobierno”[49].

 Las leyes que promueven los objetivos de la república, que institucionalizan sus formas y establecen los controles regulatorios, necesitan el sostén de las normas cívicas, necesitan el sostén de una virtud ciudadana ampliamente difundida.

 La crítica más perspicaz a las tesis neorepublicanas de Philip Pettit, es que pueden  terminar sacrificando las libertades negativas de la tradición contractual de gobierno representativo , desde Locke a John Stuart Mill, en nombre de una  razón instrumental o de  bien común republicano (niegan un “yo autónomo)”[50]. Tampoco aclara como una teoría de buen gobierno puede ser conciliada con ciertas reivindicaciones comunitaristas o nacionalismos étnicos de nuevo cuño. En este sentido, Ronald Dworkin ya afirmaba que la dignidad humana y la vida buena son valores objetivos filosóficamente irrefutables. En definitiva, una cultura política que no asuma este principio no puede figurar como una base común para todos nosotros[51]

 Maurizio Viroli reconoce compartir las tesis de Skinner y, hasta cierto punto, las del neo republicanismo de Philip Pettit . Años atrás (en un diálogo con Norberto Bobbio) ofertaba la ya  virtud del patriotismo cívico republicano para superar el populismo italiano [52].  Ahora bien, su republicanismo es  más bien deudor del rapto romántico de civilidad ciudadana presente en El Príncipe de Maquiavelo, de virtud frente a ferocidad, en la línea ya expresada por Petrarca. A diferencia de Pettit, su republicanismo de proyección  universalista se ofrece como alternativa a otras grandes tradiciones, la liberal y la comunitarista[53].

 No en vano, su obra Republicanismo es todo un  recetario de “utopía de libertad  y buen gobierno”, fundamentada en un ideal de ciudadanía, que en Maurizio Viroli  sería  herramienta útil para salir del marasmo político y social que plantean tanto la atomización neoliberal como el tribalismo étnico.

    

 

Conclusión:

En primer lugar, convendría subrayar que la explicación neorromana del surgimiento y desarrollo de la Libertas republicana de Skinner, no encuentra contrapartida epistemológica, ni histórica, plausible, alguna, con el mero renacer del vivere civile aristotélico planteado por Pocock.

 Maquiavelo, el gran filósofo de la libertad republicana, nunca bebió de fuentes aristotélicas para elaborar sus tesis en sus Discursos o en el Príncipe. Maurizio Viroli en sus estudios sobre republicanismo no cuestiona este último punto.

 En segundo lugar, años atrás, en un diálogo abierto sobre el estado actual de la res pública entre Viroli y, el ya fallecido, Norberto Bobbio, ambos concluyen que la libertad y el buen gobierno republicano no viven precisamente su mejor momento maquiavélico.  

 La reciente apuesta de Viroli en su Republicanismo, la de trascender el nacionalismo étnico a través de un patriotismo cívico de cuño republicano, choca con la tozuda realidad de un mundo que se debate,,entre la atomización liberal y el comunitarismo.

 Amenazada por populismos y nacionalismos de nuevo cuño (en el contexto de plena ofensiva neoliberal) La República languidece. Las tesis de Pettit no explican, por último, como combinar y hacer compatible el buen gobierno y la libertad republicana con “políticas de reconocimiento”,  si suelo ético alguno.

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[1] Profesor de Ciencias Sociales en IES EGUZKITZA  (ESPAÑA) y Doctor en Filosofía y Antropología Social por la Universidad del País Vasco.

[2] VIROLI, Maurizio, Diálogo en torno a la República, Barcelona, Tusquets, 2001, p. 10.

[3] CICERON, Marco Tulio, La República y Las Leyes, Madrid, Akal,1989,  p. 62.

[4] POCOCK, John, El momento maquiavélico (el pensamiento político florentino y la tradición republicana atlántica), Madrid, Tecnos, 2008,  p. 163.

 

 

 

 

[5] POCOCK, John, El momento maquiavélico (el pensamiento político florentino y la tradición republicana atlántica), p. 403.

[6] GINER, Salvador, Historia del Pensamiento Social, Barcelona, Ariel, 2013.

[7] STRAUSS, Leo, Thoughts on Machiavelli, London, The University of Chicago Press, 1958.

[8] SKINNER, Quentin, Maquiavelo, Madrid, Alianza Editorial, 2005,  p. 12.

[9] SKINNER, Quentin, Maquiavelo, p. 39.

[10] SKINNER, Quentin, Maquiavelo, p. 77.

[11] MAQUIAVELO, Nicolas, México, Editorial Porrua, 1970, p. 2.

[12] BOBBIO, Norberto, La teoría de las formas de gobierno en la historia del pensamiento político, FCE, México, 2006.

[13] MAQUIAVELO, Nicolas, El Príncipe, p. 212.

[14] POCOCK, John, El momento maquiavélico (El pensamiento político florentino y la tradición republicana atlántica), p. 312.

[15] CICERON, Marco Tulio, La República y Las Leyes, p. 92.

[16] SKINNER, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno (El Renacimiento), México, FCE, 1985, p. 25.

[17] SKINNER, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno (El Renacimiento), p. 26.

[18] SKINNER, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno (El Renacimiento), p. 37.

[19] SKINNER, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno (El Renacimiento), p. 37.

[20]SKINNER, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno (El Renacimiento), p. 37.

[21] SKINNER, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno (El Renacimiento), p. 41.

[22] SKINNER, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno (El Renacimiento), p. 96.

[23] SKINNER, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno (El Renacimiento), p. 102.

[24] SKINNER, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno (El Renacimiento), p. 102.

[25]SKINNER, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno (El Renacimiento), p. 102.

[26] SKINNER, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno (El Renacimiento), p. 106.

[27]SKINNER, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno (El Renacimiento), p. 106.

[28] SKINNER, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno (El Renacimiento), p. 106.

[29] SKINNER, Quentin, Los fundamentos del pensamiento del pensamiento político moderno (El Renacimiento), p. 137.

[30] SKINNER, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno (El Renacimiento), p. 137.

[31] SKINNER, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno (El Renacimiento), p. 137.

[32]SKINNER, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno (El Renacimiento), p. 212.

[33]SKINNER, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno (El Renacimiento) p. 212.

[34] SKINNER, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno (El Renacimiento), p. 213.

[35] SKINNER, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno (El Renacimiento), p. 214.

[36] SKINNER, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno (El Renacimiento),  p. 214.

[37] SKINNER, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno (El Renacimiento), p. 214.

[38]SKINNER, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno (El Renacimiento),  p. 214.

[39] SKINNER, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno (El Renacimiento), p. 215.

[40]SKINNER, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno (El Renacimiento), p. 215.

[41]SKINNER, Quentin, La Libertad antes del Liberalismo, Madrid, Taurus, 2004, p. 45.

[42] SKINNER, Quentin, La Libertad antes del Liberalismo, p. 57.

[43]SKINNER, Quentin, La Libertad antes del Liberalismo, p. 57

[44]SKINNER, Quentin, La Libertad antes del Liberalismo, p. 57.

[45] PETTIT, Philip, Republicanismo (una teoría sobre la libertad y el gobierno), Barcelona, Paidos, 1999,  p. 46.

[46] SKINNER, Quentin, El nacimiento del Estado, Buenos Aires, Gorla Ediciones, p. 78.

[47] PETTIT, Philip, Republicanismo, (una teoría sobre la libertad y el gobierno), p.179.

[48] PETTIT, Philip, Republicanismo (una teoría sobre la libertad y el gobierno), p. 227.

[49]PETTIT, Philip, Republicanismo (una teoría sobre libertad y gobierno), p. 243.

[50] Me refiero a la tradición liberal que se inaugura con El Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil de John Locke (1690), y la que culmina con la con las Consideraciones sobre el Gobierno representativo de John Stuart Mill (1861).

[51] DWORKIN, Ronald, La democracia posible (Príncipios para un nuevo debate político), Barcelona, Paidós, 2008. En esta misma línea, y sobre los necesarios límites a la tolerancia en una comunidad liberal global se manifiesta Michael Walzer. WALZER, Michael, Thinking politically (Essays in Political Theory), Yale, Yale University Press, 2007.

[52] Aunque se desliza al ámbito de la ética política Michael Sandel (discípulo de Charles Taylor) habla también de la necesidad de nuevas formas de socialización democrática ante la degeneración del discurso liberal en Los Estados Unidos. Véase a este respecto SANDEL, Michael, Filosofía Pública, Madrid, Debate, 2020.

[53] Maurizio Viroli distingue entre el patriotismo, que alimenta el amor a las instituciones y a las libertades comunes, y el nacionalismo que tiende hacia la homogeneización cultural y lingüística.

 

 Esteban Anchustegi, Profesor de Filosofía Política y Moral de la Universidad del País Vasco, describe la diferencia entre ambas lealtades políticas de la siguiente manera:

1.- El papel que la decisión racional y libre del ciudadano juega en la configuración de la lealtad colectiva: preconvencional (aún no universalista), en el caso del nacionalismo, y postconvencional en el caso del patriotismo.

2.- La objetivación propia de cada tipo de lealtad, es decir, si el patriotismo representa una adhesión emocional al propio Estado o sus instituciones políticas, el nacionalismo sería una adhesión al propio pueblo o grupo etnocional. En ANCHUSTEGUI, Esteban, “De patrias, naciones y lealtades”, Quid Iuris, n 30 (2015) pp 125-141.