Revista Nº38 "TEORÍA POLÍTICA E HISTORIA"
En 1776 cuando se constituyó la primer república moderna -sobre la base de la cual se conformaron incluso las "socialistas" y

RESUMEN

Las sociedades latinoamericanas han atravesado múltiples procesos de diferenciación; uno estructural, que opera desde la conformación de su entramado social, y que ha dado origen, con el correr de los tiempos, a la estratificación social latinoamericana propia de la modernidad. En el presente trabajo desarrollaremos estas cuestiones-

ABSTRACT

Latin american societies have gone through multiple processes of differentiation; one has been structural, connected to the conformation of social bonds, giving birth to latin american social stratification typical of modern era. This work will develop these issues.

ASPECTOS GENERALES DE LOS SISTEMAS POLÍTICO-DEMOCRÁTICOS EN LATINOAMERICA.

                           Por Darío Germán Spada[1]

 

 

I.- LA INFORMALIZACIÓN DE LA POLÍTICA y LOS NUEVOS ACTORES COYUNTURALES.

Las sociedades latinoamericanas han atravesado múltiples procesos de diferenciación; uno estructural, que opera desde la conformación de su entramado social, y que ha dado origen, con el correr de los tiempos, a la estratificación social latinoamericana propia de la modernidad. Por su parte, las sucesivas crisis económicas, políticas e institucionales que tuvieron lugar en los países de la región produjeron una nueva modalidad de diferenciación social: el dualismo entre incluidos y excluidos. En efecto, una nueva estratificación que se tradujo en dos categorías principales definidas en función de su inclusión o exclusión del sistema productivo[2].

Los excluidos, como los sectores desaventajados en general, son los que más padecen el debilitamiento de los mecanismos tradicionales de representatividad, circunstancia que los lleva a delegar sus demandas en una nueva modalidad de líderes para quienes la participación dentro del marco de las instituciones representativas clásicas constituyen prácticas obsoletas[3].

En consecuencia tales sectores, que solo reciben de los partidos políticos meras promesas de pobres coberturas asistencialistas de corto plazo, han optado por las nuevas vías de participación política “no institucionalizada” instrumentadas mediante mecanismos de acción directa -cortes de calles, movimientos de auto convocados, etc.[4].  

Por su parte, los partidos políticos es evidente que transitan una fase crítica de redefinición pues carecen de discurso ideológico y programático ante las transformaciones en marcha, y se les torna difícil mantener un perfil nítido que los diferencie. Ello conspira contra la, de por sí débil, identificación ciudadana. Su legitimación dependerá, en buena medida, de su capacidad de armonizar el nuevo protagonismo de la ciudadanía con el carácter representativo de la democracia, configurando entre ambos –ciudadano y política democrática- una relación de expectativas[5].

En tal contexto resulta indispensable reconocer que el nuevo espacio de la política es habitado por una heterogeneidad de actores –los sindicatos, los partidos, los movimientos sociales, los medios de comunicación, las ONG’s, etc.- que despliegan su dinámica y forman parte de un campo de decisiones necesario para el funcionamiento de una democracia contemporánea efectiva. Ello conforma un pluralismo útil y conlleva el desafío de la negociación democrática como instrumento de nuevas formas de integración social capaz de contrarrestar tendencias antagónicas, divergentes y fragmentarias.

Por otra parte, no debe perderse de vista que en la actualidad América Latina es escenario de un juego de alianzas entre sectores de la política y de los medios de comunicación en contra de otros sectores de los mismos, que sobrecargan ideológicamente a la opinión pública. En efecto tales medios, que antes proponían una información objetiva, hoy resultan parte de la pelea política. En cuanto al lector o televidente, antes eslabón pasivo del proceso, hoy mediante las redes sociales ha adquirido un rol activo como comentarista de la información[6].

Es innegable que el nuevo juego democrático depende de la participación, el debate y la confrontación en el nuevo espacio político, que ya no es privativo del territorio de las instituciones formales de la política tradicional.

En efecto, las transformaciones señaladas instalaron una nueva concepción de la política, más amplia, informal y cercana a la sociedad, pero ello simultáneamente provocó cierto vaciamiento de las instituciones políticas tradicionales[7]

En la coyuntura descripta, uno de los objetivos prioritarios en la agenda pública latinoamericana ha sido revertir dicho vaciamiento mediante la ejecución de un plan de reforma institucional fundado en la necesidad de reconstruir el vínculo representativo y restablecer los lazos entre la ciudadanía y los partidos políticos, a cuyo fin se promovieron, entre otras acciones, la descentralización política para generar nuevos espacios de representación regional, la proliferación de partidos y candidatos mediante la implementación de legislaciones más permisivas respecto a su creación y presentación, y la democratización de los partidos políticos a través de la apertura de las elecciones primarias –abiertas- a efectos de permitir la participación del conjunto del electorado en el proceso de selección de los candidatos[8].

Sin embargo, las fórmulas puestas en práctica, lejos de facilitar la concreción de los objetivos propuestos, contribuyeron a fragmentar el sistema de partidos, generando confusión en el electorado y favoreciendo, en ciertos casos, el surgimiento de outsiders.

Lo cierto es que, ante el fracaso de los intentos por fortalecer el sistema partidario, al fragmentado entramado social de las sociedades latinoamericanas contemporáneas se agrega así un sistema de partidos políticos también fragmentado y anárquico.

 

II.- EL SISTEMA PRESIDENCIALISTA EN LATINOAMÉRICA.

En semejante escenario el presidencialismo latinoamericano, con su enorme y asimétrica concentración de poder en manos del titular del Ejecutivo, complejiza aún más el distorsionado sistema democrático que se verifica en la región.

En efecto, tal presidencialismo constituye una derivación deformada de un modelo que ha demostrado plena eficacia: el estadounidense, en el que se verifica el estricto cumplimiento de una serie de condiciones moderadoras del poder: 1.- una Corte Suprema de Justicia federal que, a través de la creación del control de constitucionalidad de las normas y de los actos de gobierno -luego del dictado del fallo “Marbury vs. Madison” en 1803- y de una imagen de prestigio inigualada en la opinión pública, ha logrado una importante cuota de poder y, sobre todo, ha permanecido adecuadamente protegida de las influencias políticas de los otros poderes del Estado, y 2.- un Congreso fuerte que a lo largo del tiempo ha afirmando un papel de importante contención de las atribuciones del Ejecutivo, lo que lleva a muchos publicistas de ese país a rebautizar al sistema con la denominación de "régimen congresional" en lugar de presidencialista. Vale destacar además la inexistencia de “disciplina partidaria” en la relación partido/ legisladores que se evidencia en el Parlamento al momento de votar -ya que las mayorías se obtienen y varían en función de la cuestión objeto de tratamiento y no de la pertenencia partidaria de sus representantes- y el riguroso acotamiento de las facultades colegislativas del presidente.  

A la luz de las características del régimen estadounidense es posible concluir que su éxito radica en el acatamiento al principio de división de poderes y en la efectividad de los mecanismos de control recíproco que configuran un esquema de frenos y contrapesos.

Tal situación contrasta con la de los países latinoamericanos que, en su intento de aplicar el modelo presidencialista estadounidense, incurrieron en prácticas defectuosas que distorsionaron el diseño y dieron lugar a un presidencialismo con características regionales propias[9] y ciertamente patológicas.

Así es, una práctica corriente consiste en el bloqueo que pueden ejercer los poderes como producto del propio diseño constitucional del sistema presidencial que, basado en la división de poderes, plantea que el electorado elija a sus representantes en el Ejecutivo y en el Legislativo, circunstancia que confiere a ambos poderes legitimación propia e independiente y abre la posibilidad de que los mismos puedan responder a partidos políticos distintos no garantizando al Ejecutivo una mayoría parlamentaria necesaria para gobernar. Si bien ésta situación opera como un freno efectivo a la concentración del poder presidencial y exige cooperación en el proceso de toma de decisiones políticas como medio concreto de control del poder, lo cierto es que crea la posibilidad de bloqueos mutuos entre los dos poderes obstaculizando la dinámica de dicho proceso[10].

Asimismo, la fuerte personalización del poder que supone el sistema presidencial, con su ejecutivo unipersonal, también dificulta la formación de coaliciones de apoyo al gobierno y favorece el despliegue de estrategias no cooperativas entre los actores políticos, pudiendo ello desencadenar eventuales bloqueos institucionales y devenir en intervenciones militares. En cuanto a los partidos minoritarios, éstos no tienen aliciente alguno en participar dentro del sistema institucional ya que su intervención en la toma de decisiones públicas resulta marginal, y por ello el único rol que les queda es ejercer una oposición irresponsable y destructiva para lograr sus cometidos políticos[11].

Finalmente, otra característica del presidencialismo que implica un desafío en el escenario latinoamericano radica en la existencia de períodos fijos para la duración de los mandatos de los presidentes y el parlamento, particularidad que endurece el sistema al negarle la posibilidad de adaptarse a los cambios que pueden acontecer en la realidad política. Así, en caso de una crisis política, no poco habitual en la región, a diferencia del parlamentarismo que prevé mecanismos preestablecidos e institucionalizados de resolución -la destitución del Presidente por un voto de desconfianza o la disolución del Parlamento mediante un llamado anticipado a elecciones- que instituyen un nuevo gobierno con niveles de legitimidad garantizados y no implican un trauma grave en la continuidad democrática, el presidencialismo no provee disposiciones, salvo la del juicio político, para sustituir al presidente. Por ello, ante un resquebrajamiento del Poder Ejecutivo puede no sólo modificar el mapa político sino desatar grandes conflictos en materia de legitimidad política y social[12]

Lo cierto es que las defectuosas prácticas en que ha devenido el sistema presidencialista latinoamericano le imprimieron al mismo sus características regionales propias, tales como la excesiva concentración de poder en el Ejecutivo, las posibilidades de bloqueo entre poderes, la baja tendencia cooperativa y a armar coaliciones duraderas, la rigidez y la posibilidad de ruptura democrática y surgimiento de prácticas para-constitucionales. En efecto, presidentes con poderes cesarísticos que gobiernan el país sustrayéndose al control de los otros dos poderes; regímenes de doble autoridad –presidente y legisladores elegidos por el electorado- con mandato fijo que no incentiva la cooperación entre Ejecutivo y Legislativo; tendencia al bloqueo y a la inercia institucional; sistemas de partidos políticos altamente fragmentados y predominio de Legislativos débiles. Estas características definen la esencia de los presidencialismos latinoamericanos.

 

III.- LA DINÁMICA PARLAMENTARIA.

En relación concreta a los Parlamentos, cabe señalar el descrédito instalado a su respecto tanto del mundo académico como de la opinión pública, fundada en la idea de que los mismos se encuentran convertidos en meros lugares de aprobación de leyes, es decir, en un instituto certificante y notarial de la voluntad de los Ejecutivos.

Si bien es correcto pensar que, a los fines de responder a las promesas electorales, el Parlamento le confiera la mayoría al Ejecutivo de su mismo color político para la sanción de determinadas leyes[13], tal circunstancia no lo debe relegar al lugar de mero instituto aprobatorio de las propuestas del Ejecutivo[14]. Por el contrario el Parlamento debe tener la iniciativa legislativa y ser el espacio de debate político por excelencia en el que se arriba al consenso mediante una función negociadora.

En efecto, el Parlamento debe ser esencialmente un espacio de discusión y debate, donde todas las voces sean escuchadas en su diversidad, para ser encauzadas en una opinión mayoritaria representativa de las mismas, contemplativa aún de los ausentes y de las minorías. Sin embargo, tal como se mencionara en el párrafo anterior el tema de la representatividad es uno de los más cuestionados por la opinión pública y académica.

Así, a la luz de las decisiones que se toman en el recinto, pareciera perderse de vista quién es el sujeto representado, ¿los ciudadanos o los partidos políticos?. Tales cuestiones ponen en evidencia la existencia de un nuevo mandato imperativo que las cúpulas de las dirigencias partidarias les imponen a los legisladores, y que da cuenta que la dinámica parlamentaria ya no expresa la relación representante/ciudadano sino que refleja la correlación representante/partido político ya que éste es el verdadero elector que selecciona a los candidatos en procesos de dudosa transparencia. Dicho fenómeno queda expuesto en el proceso de toma de decisiones, en los criterios adoptados en el Parlamento vinculados a la lógica de las mayorías electorales.

Por otro lado, además de la disminución de la estima pública a su respecto puede hablarse de una mengua en su eficacia. Mucho de ello se debe al aumento de la legislación delegada, esto es a la transferencia al Ejecutivo de funciones propias de su naturaleza constitucional con argumentos de emergencia y en forma permanente. Pero quizás lo más sustancial es la pérdida de lo que Orlandi denomina su función sistémica que es la de intervenir en el proceso político decisorio; función que se completa con la de garantizar la correspondencia con la voluntad popular[15].

Por su parte, Pasquino señala tres caracteres que configuran las degeneraciones de los Parlamentos[16]: en primer lugar, la cuestionada práctica por la que el parlamentario cambia su decisión repentinamente o se aleja de su banca para pasar a otra, seguramente por un “recompensa” de algún tipo.

La segunda característica que identifica el mencionado autor, está dada por la articulación de un grupo más numeroso de parlamentarios que conforman una coalición en torno a intereses más colectivos.

La tercera degeneración está dada por el llamado “asambleísmo” en donde el Parlamento en su conjunto, modifica su accionar, incluso en la desestabilización de los Ejecutivos o los crea a su medida en los sistemas parlamentarios.

Lo cierto es que durante el Siglo XX, si bien los Parlamentos han crecido en tamaño y funciones lo han hecho en una disminución relativa a los poderes del órgano Ejecutivo y, sin perjuicio de constituir los ámbitos formales en los que las cuestiones socialmente problematizadas se instalan en la esfera de lo público a través de la producción legislativa, en ocasiones la actividad parlamentaria se ha visto reducida a la de mero acompañamiento de la acción ejecutiva del Gobierno si éste estuviera en condiciones de así imponerlo según los disciplinamientos partidarios que se conforman en el procedimiento electoral. 

Además cabe mencionar que los Ejecutivos latinoamericanos tienden a interpretar cualquier oposición a su política por parte de los otros poderes como un obstáculo a la acción de su gobierno, institucionalizando el decretismo, es decir la práctica de gobernar a través de decretos. Así, el poder de decretar permite a los Ejecutivos fijar la agenda legislativa, ya sea enviando propuestas al Congreso o priorizando ciertos proyectos dentro de los procedimientos internos del mismo. Ello debilita los mecanismos de rendición de cuentas vertical y horizontal, evidencia una clara voluntad de gobernar unilateralmente sin los frenos y contrapesos que le impone el principio de la división de poderes, lleva en sí mismo la pérdida del valor institucional del Poder Legislativo, menoscaba la confianza de los ciudadanos en las instituciones democráticas y, finalmente, limita al máximo la independencia de poderes y la participación de los demás actores que integran el espectro político.

 

IV.- LA ALTERACIÓN DEL SISTEMA DE FRENOS Y CONTRAPESOS Y EL ROL DEL PODER JUDICIAL.

Pero la alteración de los frenos y contrapesos entre los poderes Ejecutivo y Legislativo incide además en el Judicial, que a modo de restaurador del equilibrio perdido es llamado a declarar cada vez más asiduamente la inconstitucionalidad de las leyes, ordinarizándose así un acto de suma gravedad institucional y una de las más delicadas funciones susceptibles de encomendarse a un Tribunal de Justicia, considerada como última ratio del orden jurídico.

En efecto, dada la dificultad que implica la auto-regulación del poder como límite a su propia naturaleza expansiva, surge necesario que dicho límite provenga de otro poder suficiente para contenerlo equilibrando las fuerzas, y así emerge el Judicial como garante de la Constitución.

Los romanos, padres de nuestro sistema jurídico, no le temían al poder, pero sí a su exceso. Idearon entonces un firme sistema de pesos y contrapesos para controlarlo. Las magistraturas eran colegiadas, circunstancia que garantizaba un control horizontal. Pero, en previsión de que los colegas pudieren ponerse de acuerdo y excederse, los romanos idearon una estructura jerárquica en la que magistrados superiores controlaban a los inferiores con lo que se  daba un control vertical. Pero como también los magistrados podían tener sus componendas, por sobre todas las instancias se creó el tribuno de la plebe, órgano creado en el 494 a.C. como contrapoder plebeyo al poder patricio de los Cónsules, cuyo deber era el de representar y proteger a la plebe contra cualquier resolución arbitraria de los magistrados.

Al iniciarse el siglo XVIII, el sistema político predominante en Europa era el absolutismo monárquico, resultado del fortalecimiento del poder real  iniciado desde finales de la Baja Edad Media. El poder del rey estaba por encima de la ley y exento de todo control. La historia fue testigo del largo camino que debió recorrerse hasta llevar el poder del Soberano hacia el único y original titular de la soberanía: el pueblo, y así en la Edad Moderna apareció en el horizonte político otra genialidad, la teoría de la separación de poderes /funciones, acuñada en la obra de Montesquieu “El Espíritu de las Leyes”, que se inspiró en la descripción que los tratadistas clásicos hicieron especialmente del sistema político de la República Romana -además de las teorías de Platón y Aristóteles- y en la experiencia política contemporánea de la Revolución inglesa del siglo XVII.

La separación de poderes requiere para su equilibrio un sistema de “checks and balances” (controles y contrapesos), representado por diversas reglas de procedimiento que permiten a uno de los poderes limitar a otro. En tal dinámica, el gran garante del sistema es el Poder Judicial. 

Ahora bien, la pregunta que surge naturalmente es; el Poder Judicial se encuentra exento de control?. Pues, de ninguna manera; su control está asegurado por un régimen procesal que habilita por lo menos la doble instancia, como freno contenedor de eventuales arbitrariedades. Este es el fundamento la cuestión: que el poder se encuentre debidamente repartido y controlado de modo que el sistema sea coherente y equilibrado.

 

V.- CONSIDERACIONES FINALES y CONCLUSIONES.

Lo cierto es que el valor de las instituciones deviene precario ante las demandas sociales y la falta de confianza en aquellas favorece la corrupción, pero, a su vez, la corrupción favorece la falta de confianza en las instituciones. Ello da lugar al surgimiento de un círculo vicioso de ingobernabilidad y decadencia de las bases de convivencia, que sólo se detiene si la clase política y las elites económicas y sociales se embarcan conjuntamente en la reconstrucción de la integridad política, económica y social.

Desde el punto de vista político, el sistema más adecuado para fomentar el desarrollo moral es la democracia deliberativa pues ésta brinda mayores posibilidades de desarrollar la participación, argumentación, y lograr consensos. El deterioro de la confianza social e institucional privilegia la acción de partidos corruptos y prebendalistas, y de gobiernos ineficaces[17].

Es innegable que el nuevo juego democrático depende de la participación, el debate y la confrontación en el nuevo espacio político, que ya no es privativo del territorio de las instituciones formales de la política tradicional. También aquí deviene necesario revitalizar el alma democrática, instando nuevas formas de participación y deliberación pública, democratizando éste nuevo espacio[18].

Es preciso hacer frente al reto de construir una ética pública post convencional que aporte fines y principios universalizables. Pero, la reflexión sobre fines es muy difícil en sociedades de politeísmo axiológico.

La opción ética es individual e intransferible, y la ética colectiva sólo tendrá lugar respetando esos ámbitos individuales en lo que tienen de razonables. La ética pública surge de un consenso entre éticas diversas y razonables, es decir, constituye lo que está bien y mal para toda la colectividad, y en dicha ética pública tiene su fundamento la del funcionario público. Por ello, tal como se mencionó anteriormente, el desafío de ésta época es construir una ética post consensual que constituya un marco de valores para el ejercicio de la función pública[19]. La idea de que los gobiernos tienen la responsabilidad moral de servir a su pueblo se encuentra presente ya en la milenaria noción china del mandato celestial, en el concepto indio de rajadharma o en la idea occidental del interés general, que es su razón de ser. Conforme todo lo dicho, hablar de un buen gobierno implica hablar de algo más que de un gobierno legitimado. En efecto, la idea conlleva la de un gobierno que hace lo que debe hacer y que sigue una conducta virtuosa, sea por cumplir su deber o por las consecuencias positivas que pretende para la ciudadanía[20].

A modo de conclusión general, el análisis efectuado permite diagnosticar un sistema proclive a la corrupción, que es necesario y urgente revertir, devolviendo la confianza en las instituciones y recomponiendo la integridad político democrática. Es urgente, a tales efectos, construir una ética pública post consensual, que aporte fines y principios universalizables que guíen la conducta en el marco de la función pública y de la sociedad en general.

 

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[1] Abogado, Universidad de Buenos Aires. Magíster en Derecho Administrativo, Universidad Abierta Interamericana. Magíster en Alta Dirección Pública, Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP). Especialista en Docencia Universitaria del Derecho, UBA. Diplomado en Políticas Públicas, Universidad Pompeu Fabra. Profesor Ayudante de Elementos de Derecho Administrativo –Cátedra Dr. Balbin, Facultad de Derecho, UBA. Miembro del Instituto de Derecho Administrativo del Colegio de Abogados de San Isidro, Provincia de Buenos Aires.

[2] BERCHOLC, Jorge "La emergencia permanente del Estado democrático y el control parlamentario. El Parlamento frente a la crisis de la representación política, el decisionismo y la delegación legislativa permanente", El Dial, Suplemento Mensual de Derecho Público, Argentina, 70, 2009.

[3] CAVAROZZI, Marcelo "La Política: Clave del Largo Plazo Latinoamericano”, El Capitalismo Político Tardío y su Crisis en América Latina, Homo Sapiens Ediciones, Argentina, 1996.

 

[4] BERCHOLC, Op. Cit.

[5] LECHNER, Norbert “La Política ya no es lo que fue”, Nueva Sociedad, México, 144, 1996.

 

[6] RIORDA, Mario, "La política y la prensa son como hermanas siamesas que se dañan y se necesitan", entrevista por Pablo Sirvén, LA NACION, 16.12.2012. Disponible en: http://www.lanacion.com.ar/1537121-mario-riorda-la-politica-y-la-prensa-son-como-hermanas-siamesas-que-se-danan-y-se-necesitan

[7] LECHNER, Op. Cit.

[8] SORJ, Bernardo, y Danilo MARTUCCELLI El Desafío Latinoamericano: Cohesión Social y Democracia, Siglo XXI, Argentina, 2008.

[9] QUINTERO, César “El Predominio del Poder Ejecutivo en la América Latina”, El Predominio del Poder Ejecutivo en Latinoamérica, UNAM, México, 13, 1977.

[10] MAYER, Jorge, Argentina en crisis: Política e Instituciones 1983-2003, Eudeba, Buenos Aires, Argentina, 2012.

[11] MAYER, Op. Cit.

[12] MAYER, Op. Cit.

[13] BLONDEL, Jean, Government Ministers in the Contemporary World (Political Executives), SAGE Publications, Beverly Hills, USA, 1985.

[14] CAPANO, Giliberto y GIULIANI, Marco, Parlamento e Processo Legislativo in Italia. Continuitá e Mutamento, II Mulino, Bologna, Italia, 2001.

[15] ORLANDI, Hipólito, “Parlamentos y congresos”, en Orlandi, Hipólito (comp.), Las Instituciones Políticas de Gobierno, Vol. 1, EUDEBA, Buenos Aires, Argentina, 1998.

 

[16] PASQUINO, Gianfranco, La Oposición en las Democracias Contemporáneas, EUDEBA, Buenos Aires, Argentina, 1997.

[17] VILLORIA, Manuel, “Corrupción”, Manual de Conceptos Políticos en el contexto de España, Ricardo Zapata (ed.), Síntesis, España, 2007, pp. 93-122.

[18] VILLORIA, Manuel, “Ética postconvencional e instituciones en el servicio público”, REIS 117, España, enero-marzo 2007.

[19] VILLORIA, Manuel, “Ética postconvencional e instituciones en el servicio público”, REIS 117, España, enero-marzo 2007.

[20] VILLORIA, Manuel, ¿Más libertad o más felicidad? El buen gobierno del siglo XXI. Reforma y Democracia N° 51, España, 2011, pp. 12-34.