Revista Nº21 "SOCIOLOGÍA Y EDUCACIÓN"
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Resumen

 

Análisis sociológico para comprender el devenir de la escuela media en un complejo contexto de crisis y desigualdad social.

 

Abstract

 

Sociological analysis to understand the develop of the media school into a complex context of crisis and social inequality.

 

Escuela, crisis y cuestión social: análisis significativos desde la sociología de la educación

 

                                            Por: Esteban Abel Amoretti[1]

 

 

(Re)Conociendo el Sistema Educativo: aproximaciones previas. Orígenes del Sistema Educativo Nacional

 

El Sistema Educativo Nacional (SEN) impulsado por el Estado argentino a mediados del siglo XIX es caracterizado por Tedesco como un sistema educativo oligárquico ya que principalmente tenía una función política. Por un lado tenía como misión homogeneizar a la población; por otro, perpetuar a las elites dirigentes a través de una fuerte segmentación entre educación primaria y educación media y superior.[2]

 

La obligatoriedad de la educación común, tal como fue sancionada en 1884 por la ley 1420, logró la homogeneización y el disciplinamiento de una sociedad heterogénea y cada vez más grande debido a la continua llegada de inmigrantes.

 

Podemos marcar una diferencia entre los orígenes del sistema educativo argentino con lo ocurrido en otros países, especialmente en los europeos, en los cuales la escuela en tanto institución tenía una vinculación muy estrecha con las necesidades económicas de la sociedad industrial, tal como lo plantea el filósofo e historiador francés Michel Foucault. Este pensador caracteriza a las instituciones disciplinarias (la fábrica, la cárcel, la escuela) como dispositivos que operan en los cuerpos, distribuyéndolos en los espacios productivos para extraer o acumular tiempo rentable en ellos, es decir, reproducir la fuerza de trabajo formando cuerpos útiles en lo económico y dóciles en lo político. De este modo, los sujetos se forman y conforman en espacios físicos y tiempos determinados en los cuales serán calificados y clasificados (individualizados) para integrarse sin desvíos al cuerpo social.

 

En nuestro país, el modelo agroexportador no necesitaba de tales dispositivos para su mantenimiento (la fertilidad de las tierras no lo requería en demasía), pero sí para contener a las masas y reproducir la estructura social, junto con el modelo productivo (Cfr. Tedesco, 1986) A través de la escuela se produjo y reprodujo la idea de ciudadanía, de nacionalidad, se impusieron valores, símbolos patrios y un lenguaje en común. La contracara de todos estos mecanismos, reforzados por una fuerte acción moralizadora, consistió en la fragmentación entre cultura popular y cultura escolar (Cfr. Morgade, 2006, p. 8). El Estado, poseedor del monopolio de la fuerza física (el ejército y la policía), rechazó violentamente aquellos saberes, prácticas y subjetividades que no se amoldasen a los mandatos cívicos de la nación.[3]

 

El Estado concentra el capital simbólico, es decir, domina la producción de sentidos de la sociedad y tiene los medios para reproducirlos (a través de lo que Althusser denominó Aparatos ideológicos del Estado). De este modo, se produce la legitimación de un único modo de ver/ser/pensar al mundo, que no es más que la universalización de la cultura de las clases dominantes, impuesta a la sociedad por la fuerza que impone el poder político, siendo aliados conjuntos de un mismo bloque coercitivo histórico.

 

En relación a las posturas epistemológicas que se tomaron en aquella época para la planificación curricular de los seis años de educación primaria obligatoria, la autora Myriam Feldfeber explica que, siguiendo los lineamientos positivistas y normalistas de la época, las maestras y los maestros debían concurrir para su formación a las Escuelas Normales, cuyo “nombre (…) proviene del vocablo “norma”, “método”. Es la escuela la que enseña el método, didáctica, los principios pedagógicos para transmitir racionalmente los conocimientos al niño.” (Feldfeber, 1996, p. 5) Encontramos, entonces, una fuerte presencia del paradigma conductista en el origen de estas instituciones.

 

Como se dijo anteriormente, otra de las funciones del sistema educativo oligárquico era formar a la elite dirigente. “Los colegios nacionales nacidos bajo la proclama mitrista, para la formación de la elite y con un claro propósito político (Tedesco, 1986), poseían un carácter fuertemente propedeútico para garantizar el ingreso a la universidad. La intención de formar cuadros para la administración pública marca el carácter elitista de origen del nivel medio (especialmente los colegios nacionales), que lo diferencian del mandato homogeneizador que está en el origen de la escuela primaria y del normalismo.”(Poliak, 2004, p. 150)

 

Si bien durante los primeros gobiernos peronistas se produjeron mayores posibilidades de acceso a la educación superior (media y universitaria) de las clases populares (a través de la creación de instituciones paralelas al sistema educativo tradicional, que continuaba con sus fuerte impronta elitista, como explican Dussel y Pineau), recién en 2006 se logra la extensión de la obligatoriedad de este nivel a través de la sanción de la Ley de Educación Nacional (Ley 26206), que dictamina seis años de educación secundaria obligatoria.[4]

 

Ahora bien, el experto en educación y sociólogo francés Pierre Bourdieu, nos invita a pensar si éstas políticas educativas implican mayor equidad e igualdad de posibilidades para los sujetos. Podríamos reformular este planteo preguntándonos: ¿somos una sociedad más democrática al tener un sistema educativo público, obligatorio y gratuito en todos sus niveles? Como primer instinto, y a la luz de los acontecimientos que están sucediendo actualmente en varios países de occidente cuyos estudiantes reclaman educación pública y critican al sistema por reproducir las segmentación y jerarquización social, podríamos decir que sí.

 

Pero ese tiene sus limitaciones, ya que, como advierte Bourdieu, los procesos sociales son más complejos de lo que aparentan cuando se redacta una normativa legal. El autor, en su obra más importante, La distinción, argumenta que cuando un bien -en este caso, los títulos académicos es asequible para una mayor cantidad de agentes dentro del campo en cuestión -el campo educativo, automáticamente se genera una devaluación del mismo.

 

Los sujetos que tenían garantizada su posición en la estructura social ponen en juego diversas estrategias para evitar el desclasamiento (mantener/mejorar su lugar en la clase social dominante). Para ello, aumentan la inversión de diversos capitales (económicos, culturales), hay más competencia, cada vez se apuesta más alto. Si antes la distinción social estaba claramente marcada por el acceso a un título de enseñanza secundaria, pasa a ser el título de grado el más codiciado, y cuando éste se masifica y devalúa, se apunta a los de posgrado, doctorado, etc. Esta dinámica es denominada por Bourdieu translación global de la estructura, es decir, en la lucha de clases, las fuerzas y esfuerzos de los agentes que compiten por un bien dentro del campo terminan equilibrándose, compensándose, y las diferencias, entonces, se eternizan.

 

La cuestión radica en que, para distanciarse de la lógica reproductivista de la estructura social, se debe producir una ruptura entre las oportunidades objetivas y las esperanzas subjetivas. Sin embargo, esta concientización y reflexión sobre nuestros habitus (nuestras disposiciones prereflexivas) es sumamente difícil, ya que éstos nos forman y conforman, son nuestras prácticas, nuestras percepciones, nuestros modos de ser y hacer en el mundo.

Ahora bien, retomemos la cuestión del Estado como productor hegemónico de lo que Renato Ortiz denomina referentes identitarios, es decir, como generador de discursos (de sistemas de sentidos) que proponen un modelo de identificación en el cual los sujetos se reconocen y se encuentran (Huergo, s/f, p. 6). A comienzos del siglo XIX, la identidad se producía en el reconocimiento del sujeto en tanto ciudadano: al responder a esta interpelación desde el discurso estatal pasaba a formar parte de la sociedad (obedece sus normas, reconoce los símbolos patrios, respeta a sus dirigentes, etc) (Cfr. Laclau y Mouffe, 1987).

 

En el campo educativo encontramos también este reconocimiento del sujeto ante las interpelaciones de la institución: de este modo se configuran los roles del alumno y del docente que se ponen en juego en la relación pedagógica: “Las expectativas de los unos y  de los otros se dan alrededor de finalidades y de reglas compartidas; el encuentro escolar es entre el alumno y el maestro antes que el niño y el adulto. El rol de cada uno predomina sobre su “personalidad”, el “talento” del maestro juega por añadidura en una relación pedagógica que resalta más la presencia de los “personajes” que de las “personalidades” (Dubet y Martuccelli, 1998, p. 45).

 

Podríamos acordar, según lo visto anteriormente, que en el espacio escolar todo estaba trazado y planificado de manera organizada: los roles de docente y alumno estaban claramente diferenciados, así como también los objetivos de la institución (formación de ciudadanía), la planificación curricular, los horarios de entrada y salida cronometrados. Las metas y metodologías para llevarlas a cabo estaban claras para todos los agentes, ya que detrás de éstas se encontraba el agente principal: el Estado, metainstitución dadora de sentido.

 

Podríamos detenernos aquí para indagar las diferentes críticas que se le han hecho al sistema educativo tal como fue planteado en sus modernos orígenes (desde el escolanovismo de la década de 1920 hasta las críticas de izquierda sobre su función reproductivista de los valores de las clases dominantes); sin embargo, debido a las nuevas descripciones del entorno social en general y del educativo en particular, creemos conveniente situarnos en lo que Jorge Huergo denomina revoltura cultural, es decir, la realidad cotidiana que enfrentamos en tanto sujetos que forman parte de una sociedad atravesada por diferentes conflictos y crisis (políticas, económicas y culturales) y como docentes o alumnos que se hallan en otrora instituciones.

 

Utilizando la conceptualización de Dubet y Martuccelli diremos que, actualmente, ante las crisis de las instituciones, nos encontramos asistiendo a organizaciones, en las cuales los valores y sus reglas son elaboradas de modo simultáneo, emergente y parcial (Dubet y Martuccelli, Op. Cit., p. 45). No hay normas y límites fijos y estables. En este sentido, podemos decir que hoy la mayoría de las instituciones escolares se presentan como si fueran hechas con “plastilina” y adoptan la forma que le dan quienes la frecuentan” (Kessler, 2002, p. 15).

 

Si hablamos de crisis de las instituciones, no podemos dejar de lado los aportes de Deleuze quien, en su Postdata a las sociedades de control, explica el pasaje de un Modelo de disciplinamiento (instituciones disciplinarias) a un Modelo de control, en el cual las instituciones ya no son eficientes. Es desde este abordaje que debemos pensar a la experiencia escolar, como nuevas prácticas que los sujetos despliegan en un espacio que ya no está delimitado sino que ha sido franqueado por diversos procesos (masificación, devaluación de los títulos, cultura de masas, movimientos populares, etc.).

 

Al analizar el proceso de desinstitucionalización, y sus repercusiones tanto en la escuela como en la familia, Guillermina Tiramonti explicará que “cada escuela define en situación un conjunto de reglas que permitan la convivencia. Esta definición ad hoc se hace en diálogo con los  alumnos en algunos casos y con las familias, en otros” (Tiramonti, 2004, p. 33). Podemos relacionar estas sanciones regulatorias en conjunto, con el concepto de parentocracia propuesto por Van Zanten, en el sentido de que en aquellas escuelas de clase media-media alta, la intervención de los padres y las demandas de los mismos es mayor, permitiendo orientar los contenidos y la calidad de la currícula (Van Zanten, 2008). La parentocracia, o rol de la familia sería entonces otro de los elementos que marcan diferencias a la hora de materializar condiciones de educabilidad (entendidas no como la capacidad del sujeto individual, sino como las condiciones que el entorno -físico y afectivo- promueve para generar procesos de aprendizaje) más acabadas.

 

Estas prácticas contribuyen a segmentar el campo educativo, por lo cual el acceso a la educación no garantiza -como disparan muchas veces los discursos políticos integracionistas y progresistas- la equidad en calidad e igualdad educativa, ya que de esta forma bajo este ejemplo vemos que habrá escuelas de pobres con pobres, y escuelas de ricos con ricos, reproduciendo de este modo las desigualdades estructurales que se dicen superar.  

 

Acercarse a la escuela hoy. Características de la institución escolar en un complejo entorno de cambio social

 

La definición de la escuela como una institución intencional y específicamente educativa, no es una aproximación completa para Jaume Trilla, ya que el autor plantea que las diferencias entre la escuela y otras instituciones educativas “no son tanto los fines y las funciones cuanto a la manera de conseguirlos” (Trilla, 1985, p. 20).

 

Éste autor caracteriza y diferencia a la escuela de otras instituciones a través de la descripción de cinco aspectos inherentes a ésta (Id., pp. 21 y ss.), a saber:

 

- La escuela permite enseñar a muchos a la vez y permite el ejercicio del poder disciplinario. Es decir, es una realidad colectiva, que puede potenciar la competencia o, en su lugar, el cooperativismo.

 

- La escuela es un lugar físico específico, delimitado. Tal arquitectura escolar dependerá de la perspectiva pedagógica que se adopte, como también la mayor rigidez o flexibilidad de los tiempos determinados en los cuales se asiste a la misma.

 

- Los sujetos que asisten a la escuela ocupan posiciones diferentes y asimétricas: por un lado están los docentes y directivos; por otro, los estudiantes.

 

- Los contenidos que se enseñan en la escuela son seleccionados y sistematizados en los diseños curriculares, de manera que éstos preceden al acto de enseñanza, al momento de encuentro entre docentes y estudiantes.

 

- La escuela es un lugar de aprendizaje descontextualizado: “encerrarnos en el aula para hablar del mundo” (Baquero y Terigi, 1996, p. 6) De este modo los contenidos que se enseñan son contenidos escolares, cuya incidencia pocas veces existe extramuros, “crea una cultura propia que acaba tornándose un fin en sí misma” (Id., 1996, p. 9).

 

Baquero y Terigi explican que, al pasar de la díada pedagógica docente-discente a la tríada docente-alumno-saber, los contenidos pasaron a ocupar el foco de atención en los estudios, por lo que es necesario retomar en éstos la función de los determinantes duros a la hora de explicar el aprendizaje escolar (Id., p. 12).

 

Uno de los determinantes duros, como analizamos en el apartado anterior, es la diferenciación de roles dentro de la escuela. En realidad, la asimetría es un (pre)requisito para que se produzca el proceso de enseñanza-aprendizaje, más allá de los diferentes modos de abordarlo en función de la perspectiva teórica y epistemológica en la cual nos posicionemos.

 

Ahora bien, la asimetría docente/alumno, si bien es necesaria, también limita las potencialidades de los procesos educativos, convirtiéndose en una de las problemáticas más frecuentes dentro del campo. Uno de los enfoques que nos permiten abordarla es el de la teoría del etiquetado. Creemos oportuno, antes de desarrollar esta teoría, poner en evidencia las relaciones entre el discurso psicológico y las prácticas escolares, en donde el primero legitima a las segundas (Id., p. 3). Baquero plantea que las categorías y técnicas generadas por esos discursos psicoeducativos, que determinan la identidad subjetiva, tienen como efecto impensado la producción y segregación de diferencias (Baquero, 1997, p. 12).

 

Ésta teoría “se ha ocupado del estudio de por qué se da una etiqueta a las personas y quién las clasifica como personas que han cometido uno u otro tipo de desviación” (Rist, 1999, p. 616). Siguiendo a Rist, entendemos por desviación no una cualidad o acción del sujeto, sino “como el resultado de reacciones y definiciones de grupo. Se trata de un juicio social impuesto por un público social” (Id., p. 616).

 

Apoyándonos en el concepto de habitus de Bourdieu, podemos ver que, en el encuentro entre docentes y alumnos, lo que se produce es, en realidad, un “reencuentro esperado de habitus prefigurados, el esquema perceptivo del maestro se conforma con base en un porvenir probable que él anticipa, “pero que, al mismo tiempo, ayuda a realizar” (Tenti Fanfani y otros, 1984, p. 88). Las categorías descriptivas del maestro, denominadas por los algunos autores como expresión escolar del habitus del maestro[5], se nutren de dos fuentes: por un lado el contacto directo con la persona que será clasificada; por otro, con información de segunda mano, ya sea la que les brindan colegas, familiares, o el legajo escolar y otras documentaciones disponibles (Cfr. Rist, op. cit., p. 620). Vemos, entonces, que durante la trayectoria escolar, los alumnos son etiquetados, clasificados “con base en una serie de categorías típicas (“inteligente”, “creativo”, “responsable”, “disciplinado”, etc.) (Tenti Fanfani y otros, op. cit., p. 88), que influyen en el rendimiento escolar (Cfr. Rist, op. cit. p. 620).

 

Como trasfondo de todas estas etiquetas tenemos la categorización de lo “normal”: los tiempos de aprendizaje, los modos de comportarse, los modos de ser y hacer, todos fueron históricamente institucionalizados, legitimados por los discursos psico-educativos y puestos en práctica dentro del aula. Como explican Baquero y Naradowsky, “lo `normal´ se revela como aquél proceso de apropiación de la cultura por parte del niño en las condiciones normalizadas al efecto” (Baquero y Narodowski, 1994, p. 63).  Wertsh ha tomado en consideración estas categorías y clasificaciones que realiza el docente y las ha incorporado a la noción vigotskiana de instrumento de mediación, entendiendo que “en lugar de reflejar o describir simplemente algún tipo de realidad acerca de determinado estudiante, se `constituye´ o `se construye´ (Mehan, 1989) la identidad del estudiante de acuerdo con supuestos de carácter sociocultural (Wersch, 1991:54)” (Id., p. 11).

 Cabe hacer una aclaración sobre la concepción de identidad desde la cual nos posicionamos. Consideramos que éstas, como propone Hall, no tienen que ver con un ser esencial y único, sino que son procesos de devenir: "no `quiénes somos´ o `de dónde venimos´ sino en qué podríamos convertirnos, cómo nos han representado y cómo atañe ello al modo como podríamos representarnos" (Hall, 2003, p. 17).

 

El proceso de etiquetaje, como en todo proceso cultural, no es ajeno a la lucha y apropiación por el significado; se producen rechazos y negociaciones por parte de los alumnos para “escapar” de las etiquetas; sin embargo, Rist advierte que es muy difícil que el alumno logre resistir a la autoridad: “el resultado más probable es que al cabo del tiempo, el estudiante avance hacia la conformidad con la etiqueta que la institución desea imponer” (Rist, op. Cit., p. 626).

 

Esta conformidad con la etiqueta, indistintamente de cuál sea ésta, se incorpora en la subjetividad del individuo, quien se identifica con la misma y se reconoce en ella. En este sentido, Rosana Reguillo Cruz habla del pasaje del estigma al emblema, que permite a los individuos resistir a lo impuesto a través de un proceso de apropiación de aquellas etiquetas consideradas como negativas por parte del docente: son resignificadas por los alumnos, quienes (re)construyen su identidad tomándolas como referentes. En palabras de la autora: "Si algo caracteriza a los colectivos juveniles insertos en procesos de exclusión y de marginación es su capacidad para transformar el estigma en emblema, es decir, hacer operar con signo contrario las calificaciones negativas que les son imputadas" (Reguillo Cruz, 2000, p. 79).

 

Al empezar a considerar las expectativas de los docentes como elementos que entran en juego dentro de la escuela, en tanto clasificaciones/calificaciones que operan sobre la subjetividad y prácticas de los individuos, nos corremos de un análisis qué sólo toma en cuenta los determinantes estructurales para adentrarnos en procesos más complejos, que implica repensar y reflexionar sobre las propias prácticas docentes, a las cuales Baquero se refiere como el “carácter no-pensado de buena parte de las reglas, procedimientos y sistemas de categorización utilizados” (Baquero, op. Cit., p. 12), que de manera inconsciente (pre-reflexiva, habitus), obturan la posibilidad de generar otros modos-de-ser, de vincularse en las relaciones asimétricas propias de estos contextos.

 

Crisis educativa y mutaciones de sentidos. ¿Cambios para bien o para mal?

 

A la hora de analizar la crisis educativa, en el marco de un proceso generalizado de crisis institucional, comenzando por el Estado y afectando a todos sus aparatos, como se desarrolló en “Orígenes del Sistema Educativo Nacional”, es inevitable pensar en los distintos efectos que ésta produce en las características estructurales, es decir, en lo que hemos denominado determinantes duros.

 

Silvia Duschatzky se refiere a estos cambios como una “mutación que erosiona los pilares de la escuela” (Duschatzky, 2001, p.129), teniendo en cuenta que la crisis institucional es acompañada por el declive simbólico y hegemónico de la escuela.  Como explica la autora, “la destitución simbólica de la escuela hace alusión a que la `ficción´ que ésta construyó mediante la cual eran interpelados los sujetos dejó de tener poder performativo” (Duschatzky y Corea, 2002, p. 81).

 

Hoy, nuevas narrativas, nuevos modos de representar y actuar en el mundo, compiten con la propuesta escolar moderna, la cual pierde su posición hegemónica en tanto máquina de imponer identidades (Cfr. Sarlo, 1998).

 

A continuación desarrollaremos las diferentes mutaciones y desplazamientos que tuvieron lugar en los últimos tiempos, especialmente desde fines del siglo XX, con las políticas neoliberales aplicadas por la dictadura y los gobiernos democráticos que le sucedieron, a las que se le suma el desarrollo tecnológico y la entrada en la denominada sociedad de consumo ( Cfr. Bauman, 2007).

 

Una de las características indispensables de la institución escolar, es el encuentro entre docentes y alumnos y la relación asimétrica que se establece entre ellos. Ahora bien, si tenemos que tomar presencia, encontraremos que los alumnos se han ausentado de las aulas. A pesar del desconcierto que esto genera, los docentes logran vislumbrar ciertas morfologías, subjetividades extrañas e irreconocibles.

 

Nuevas subjetividades han desplazado al alumno (entendiendo a éste como una construcción histórica que ha realizado la modernidad), aquel discente prolijo, disciplinado, higiénico, está ausente. Este punto es clave para poder comprender la crisis presente en las instituciones: ya no nos encontramos con sujetos cuyas identidades fueron formadas por la escuela.

 

Si la hegemonía de la escuela ya no es tal, y múltiples referentes identitarios entran en juego al producirse los procesos de subjetivación, podemos pensar, siguiendo a Duschatzky y Corea, que “quizás (…) lo propio de nuestras circunstancias es la ausencia de referentes y anclajes y que, por lo tanto, cualquier sistema de referencias que se arme conlleva la oportunidad de un proceso subjetivante.” (Duschatzky y Corea, 2002, p. 74). Esta mirada se complementa con la definición que hemos dado de identidades, en relación a las características que Hall reconoce en ellas (relacionales, no-esenciales, múltiples).

 

Otra de las características a tener en cuenta a la hora de pensar en las transformaciones ocurridas, es el pasaje de una sociedad postfigurativa (en donde los niños respetan y mantienen fuertes vínculos con el pasado), a una sociedad cofigurativa. Éstas, como las define Margaret Mead, son más flexibles para adaptarse a los cambios y priman las relaciones entre pares, minimizándose la influencia de los adultos como transmisores de valores. Esta “horizontalidad de las relaciones definen códigos comunes, y patrones de conducta compartidos que, en general, el sistema escolar no reconoce ni valoriza.” (Aisenson, 2002, p. 146).

 

Además de esta fuerte implicancia de los pares, la escuela debe comprender que otros elementos y prácticas pasan a formar parte del mundo de los jóvenes, en tanto “el ecosistema bidimensional que descansaba centralmente en la alianza familia-escuela ha sido agotado, y que entre una y otra institución hay un conjunto complejo de dispositivos mediadores, entre ellos los medios de comunicación, que posibilitan al joven el acceso simultáneo a distintos mundos posibles.” (Reguillo Cruz, p. 62).

 

Todos estos cambios provocan un estallido de las representaciónes (Duschatzky, op. cit., p.134) encarnadas en la escuela moderna, desde la subjetividad de los alumnos, hasta los cambios en la concepción del tiempo y en espacio y la puesta en cuestión de la autoridad docente y el saber escolar.

 

Retomando la problemática sobre los nuevos “personajes” de las aulas, podemos decir junto a Duschatzky, que “`civilización y barbarie´ conviven hoy en la misma institución nacida paradójicamente para asegurar su oposición.” (Id., p.128).

A aquellas antinomias planteadas por la modernidad infante/adulto, alumno-hijo/ docente-padre, las han ido diluyendo. Madres adolescentes, jóvenes portando armas, delincuentes juveniles (Id., p.128), el oxímoron (la combinación de opuestos) forma parte del paisaje escolar actual.[6]

También aparecen en las escuelas medias alumnos -trabajadores, es decir, “se dislocan también las viejas posiciones que retrataban a un alumno-joven como aquel que recibía cuidado y provisión material de manos de su familia.” (Id., p.136). En la coyuntura actual, “la necesidad de empleo comienza a tener cada vez más peso, transformándose en un factor relevante para continuar los estudios.” (Aisenson, Op. cit., p. 144), por lo tanto la división entre las etapas de formación y las de producción (trabajo) se ven yuxtapuestas.

 

Teniendo en cuenta estas mutaciones, las instituciones disciplinarias no pueden continuar operando “como si el sujeto interpelado estuviera constituido por las marcas disciplinarias, (…) [porque] el que responde no lo hace con una subjetividad institucional sino mediática” (Lewkowicz, Op. Cit., p. 35).

 

Los nuevos habitantes de las aulas son sujetos dispersos, interpelados por el mercado como individuos-consumidores, quienes, a diferencia del ciudadano, son “sujeto[s] del instante. El acto de consumir se consume en el presente. Cada gesto de consumo es disuelto por el que viene sin armar una trama de sentido.” (Duschatzky, 2001, p.132). Estos actos sin un orden narrativo son referidos por Reguillo Cruz como pensamientos en videoclip, es decir, los sujetos piensan al mundo como una sucesión de imágenes no necesariamente armónicas. (Reguillo Cruz, Op. Cit., p. 67)[7]. Como explica esta autora, desde los años setenta encontramos conjunto complejo de dispositivos mediadores que aparecen en la escena y “posibilitan (…) el acceso simultáneo a distintos mundos posibles” e influyen en la construcción de identidades sociales (Reguillo Cruz, op. cit., p. 62).

 

Uno de los principales temas a abordar para poder pensar estos procesos de construcción identitaria se refiere a los consumos infanto-juveniles, y los modos de identificación que estos posibilitan. Para ello es necesario hacer ciertas aclaraciones teórico-metodológicas: cuando hablamos de consumos, nos referimos a la concepción planteada por García Canclini, quien define al consumo cultural como el “conjunto de procesos de apropiación y usos de productos en los que el valor simbólico prevalece sobre los valores de uso y de cambio” ( García Canclini, 1999,p. 42) Desde esta perspectiva, no entendemos al consumo como consumismo ni como mera manipulación del mercado, sino que encontramos en este proceso movimientos de asimilación, rechazo, negociación y refuncionalización de aquello que los emisores proponen. Es decir, reconocemos entonces tanto la dimensión simbólica de los objetos culturales como el rol activo de quienes se los apropian en la instancia del consumo.

 

Para poder encontrarnos con estos sujetos debemos, entonces, “ponernos en sus zapatos”, comprender cómo piensan y actuán, cómo generan distintos procesos de significación; lo que implica, por un lado, no caer en prejuicios sobre la manipulación mediática y, por otro, dejar de considerar a los medios de comunicación y las nuevas tecnologías como meros instrumentos y reconocerlos como dispositivos que constituyen una red de significación en la cual estamos inmersos, desde la cual interpretamos nuestro entorno y actuamos sobre el mismo (Buckingham, 2007).

 

Los dispositivos crean “un ecosistema comunicativo en el cual se modifican los campos de experiencia al ritmo de la configuración de nuevas sensibilidades, de modos diferentes de percibir y de sentir, de relacionarse con el tiempo y el espacio y de reconocerse y producir lazos sociales.” (Huergo, s/f, p. 2) Las categorías de tiempo y espacio se modifican, vivimos en un presente continuo, las comunicaciones son instantáneas más allá de las distancias, experimentamos y pensamos el mundo desde las diferentes representaciones que nos brindan los nuevos medios de comunicación.

En el ámbito de las industrias culturales no sólo hay homogeneización sino que se pone en juego un proceso de identificación-diferenciación que permite la construcción de identidad a partir de las propuestas del emisor. Dice Reguillo Cruz: “el vestuario, la música, el acceso a ciertos objetos emblemáticos, constituyen hoy una de las más importantes mediaciones para la construcción identitaria de los jóvenes, que se ofertan no sólo como marcas visibles de ciertas adscripciones sino, fundamentalmente, como (…) un “concepto”. Un modo de entender el mundo y un mundo para cada “estilo”, en la tensión identificación-diferenciación.” (Reguillo Cruz, op. cit., p. 27).

 

Reguillo Cruz encuentra en los jóvenes un modo de relacionarse con el consumo al que define como “ambiguo”: en la homogeneización de las industrias cultural aparece también la posibilidad de diferenciarse. Esta posibilidad es la que permite una mayor multiplicidad de fuentes de identificación (culturales, políticas, de género), más allá de la clásica identidad de clase (Tadeu da Silva, 1998, p. 29), constituyendo una de las principales diferencias respecto a la escuela tradicional y uno de los mayores desafíos para las políticas educativas: incluir a una pluralidad de sujetos en lugar de formar una subjetividad homogénea.

 

Si bien estos desplazamientos promueven otro tipo de prácticas y exige que la escuela se acerque a la vida cotidiana, no sólo en cuanto a lo curricular sino también en lo metodológico y en las pedagogías de transmisión de saberes (ante otros sujetos, otras prácticas y otros contextos; no podemos seguir utilizando fórmulas modernas[8]), no hay un correlato automático entre éstos y la disminución de las desigualdades, aunque sí abre una posibilidad que debe ser tomada en cuenta.

El reconocimiento de los saberes, prácticas y consumos de los sujetos es indispensable para la producción de aprendizajes significativos, tal como los define Ausubel (Cfr. “La experiencia a la luz de las teorías”), es decir, relacionando los conocimientos que poseemos con los que adquirimos en el proceso de enseñanza. De este modo, los conocimientos previos de los sujetos no son un obstáculo sino un requisito para lograr el aprendizaje. Esto implica valorar tales conocimientos, en su diversidad, en su capacidad de producir significaciones, etc.

 

Los docentes y el saber escolar

 

Si anteriormente habíamos descripto al saber escolar como un saber descontextualizado, hoy es prudente que la escuela incorpore las experiencias extraescolares (Follari, 1998, p. 43). Encontramos, de este modo, un desplazamiento importante respecto a la educación moderna: las arquitecturas escolares ya no logran mantenerse amuralladas, sino que son permeadas continuamente por nuevos conocimientos, nuevas formas de acceso y de producción de los mismos.

 

Narodowski afirma que la cultura extraescolar ha llegado a cuestionar a la cultura escolar (Cfr. Narodowski, 1999), lo que provoca, a su vez, otro desplazamiento: el del docente como único poseedor de saber: “la relación asimétrica docente-alumnos también se pone en cuestión, no solo porque el saber legitimado parece correrse de las paredes escolares, mediante la irrupción de nichos emergentes como las nuevas tecnologías sino porque en ocasiones los chicos vigilan la performance de los profesores.” (Duschatzky, op. cit., p. 137).

 

Con el advenimiento de los cambios culturales estructurales que se desarrollaron en los últimos tiempos, y al poner en cuestión el saber escolar como el único saber que merece ser transmitido, se pone en jaque el rol del docente como el guardián y transmisor del mismo. Como explicaban despectivamente, Grignon y Passeron (1991), “el relato [docente] se arma desde una lógica `etnocéntrica-miserabilista´ que (…) describe al sujeto subalterno en términos de inferioridad respecto de una cultura legitimada, bajo el principio que sostiene que a la privación material le correspondería la privación cultural.” (Duschatzky y Corea, op. cit., p. 83). Esta fórmula hoy es difícil de encontrar. Actualmente son ciertos docentes quienes desconocen la cultura mediática en la cual están inmersos los sujetos, y por ello recurren a cierto fundamentalismo educativo (Buckingham, 2007, p. 129), aferrándose al modelo moderno de educación en el cual su rol y autoridad pedagógica eran incuestionables, perdiendo de vista que éste dispositivo ya no tiene lugar en el anárquico contexto actual.

 

Del fracaso escolar. Algunas razones.

 

Para no obstruir las potencialidades de las nuevas tecnologías en su capacidad de hacer visible la diversidad en las escuelas, es necesario que el docente reflexione sobre sus prejuicios respecto de los consumos, conocimientos y significaciones que los sujetos poseen. Además, en necesario que esté alerta para no legitimar ciertos conocimientos por sobre otros, tal como lo ha hecho la escuela moderna.

 

Varela-Álvarez y Uría, al desarrollar la aparición de una serie de instancias que posibilitaron la creación de la escuela, reconocen la distinción que se brindaba en la educación de los niños pobres, ligada al adiestramiento para los oficios, la moralización y el disciplinamiento; y la educación del Príncipe niño, quien era educado para mandar (Cfr. Varela-Álvarez y Uría)

 

En la actualidad, estas diferencias se mantienen desde el punto de vista de que “para algunos niños, la escuela es una prolongación natural del hogar (…) pero representa un corte abrupto para otros niños que provienen de los sectores más desfavorecidos” (Lus, 2000, pp. 57-58).

 

Bourdieu sostiene que el principal factor que interviene en el rendimiento escolar es el capital cultural previamente invertido por la familia (Cfr. Bourdieu, “Tres estados del capital cultural”), por lo tanto, siguiendo a Lus, encontramos que “en el origen del problema del fracaso escolar se halla una representación de la cultura escolar, desde la cual se cree en la igualdad de oportunidades iniciales para todos los niños. Desde esta postura de `igualitarismo formal´ se trata a todos los alumnos como si fueran iguales y en la práctica no se hace sino consolidar cualitativa y cuantitativamente las diferencias” (Lus, op. cit., p. 57).

 

Sabiendo, entonces, que la contradicción y el conflicto entre cultura escolar y cultura social es mayor en las clases sociales económica y culturalmente dominadas (Tenti Fanfani, op. cit., p. 7), el docente debe estimular la equidad en el acceso simbólico (Minzi, 2008, p. 54): las prácticas y los conocimientos de los que se parte son diversos, pero ello no implica que la cultura escolar pueda transformar la diversidad en patología (Lus, op. cit., p. 58).

 

La intervención de la psicología en educación ha legitimado esta patologización de los sujetos, en la mayoría de los casos provenientes de clases bajas, para quienes su universo cultural familiar se torna un obstáculo en su trayectoria escolar. “El problema se torna crítico por sus efectos deliberadamente políticos: una suerte de sospecha se cierne sobre las posibilidades de ser educados de los alumnos provenientes de sectores populares” (Baquero y otros, 2002, p. 3).

 

La capacidad del individuo de ser educado (concepto de educabilidad) es considerado como una innata al sujeto: el famoso “no le da la cabeza” que se escucha en los pasillos escolares, no es más que la expresión informal de lo que desde el paradigma patológico-individual la psicología educativa ha denominado como retardo mental leve. Esta es una categoría encubridora, en tanto oculta que su rotulación se realiza en aquellos niños pertenecientes a las clases populares, y a su vez, en su funcionamiento como “una doble etiquetación de los niños”, señala un desempeño escolar insuficiente. (Lus, op. cit., p. 41). Desde esta postura, las razones del fracaso escolar masivo se deberían a una suerte de sumatorias de fracasos individuales, “ponderando las diferencias culturales, de estilos cognitivos, de ritmos de aprendizaje, como déficit de los niños o como expresión de anomalías o retrasos en sus desarrollos o en su pobreza de capital cultural.” (Baquero y otros, 2002, p. 4)

Las consecuencias más visibles de calificar/clasificar a un sujeto como “alumno-problema” son, siguiendo la clasificación de Perrenoud, las siguientes: “las consecuencias formales (…) [como] la repetición de curso, el envío a una clase de apoyo, la asignación a un grupo de nivel más bajo o, aún más grave, la relegación a la educación `especial´ o el impedimento para el ingreso en las escuelas más exigentes de la enseñanza secundaria. Las consecuencias informales afectan a la vida cotidiana del alumno, a su autoimagen, su autonomía, sus relaciones con maestros y padres” (Perrenoud, 1990, p. 184). De esta forma, la vida del sujeto se ve afectada no sólo en su trayectoria escolar, sino también en su proyecto de planificación futura. Es la anticipación práctica, en gran medida inconsciente, de los límites objetivos adquiridos durante la experiencia social y educativa, y se expresa en premisas negativas del tipo `este trabajo no es para mí´o `no nací para la universidad´ (…), o más positivas, tales como: (…) `nací para ser científico´.

 

A pesar de las dificultades que implica para los sujetos el “correrse” de las etiquetas con las que son rotulados durante su trayectoria escolar, y los efectos que éstas tienen en su desarrollo subjetivo y proyecciones futuras, éste intenta, de todos modos, “lograr el compromiso entre sus propias ambiciones y lo que se exige de él”. (Perrenoud, op. cit., p. 184).

 

Una estrategia sería hacer suyo el proyecto de los adultos. Tanto en la escuela como en la familia a los sujetos se los intenta convencer de que el éxito o fracaso escolar es su proyecto de formación, pero no es ésta la única táctica que los alumnos desarrollan. Quienes carecen de interés por aprender y no adoptan el proyecto propuesto, utilizan maniobras reactivas para hacer frente “a lo que se le impone- enseñanza y evaluación” (Id., p. 185).

 

Denominamos, junto a Perrenoud, a estas estrategias como oficios de alumno, es decir, aprendizajes que éste va adquiriendo durante su vida académica, que le permiten actuar y reaccionar ante los imperativos de la institución: “el alumno comprende mejor cómo se fabrican los juicios de excelencia y aprende el `uso adecuado´ de la evaluación.” (Id.)

 

Ahora bien, estos aprendizajes informales se relacionan de manera intrínseca con lo que se denomina currículum oculto, el cual “se refiere a las condiciones y rutinas de la vida escolar que originan regularmente aprendizajes ignotos, ajenos a los que la escuela conoce y declara querer favorecer” (Id., p. 158).

 

El aprendizaje del sentido común (en tanto esquemas y categorías fundamentales de pensamiento social, visión de mundo pensada como la única posible), forma parte del aprendizaje del oficio de alumno. Los objetivos “no cognitivos” del currículum oculto (orden, limpieza, respeto a la propiedad, no violencia) (Id, pp. 160 y ss.), demuestran la función socializadora de ésta, ya que son estos aprendizajes los que permiten a los sujetos no sólo mantenerse en la escuela, sino que “la cultura escolar (…) también incluye las modalidades de comunicación y transmisión de saberes para poder actuar socialmente (más allá de la escuela) que operan de acuerdo con la `lógica´ escolar. En este sentido, la cultura escolar es una forma de producción, transmisión y reproducción que tiende a la organización racional de la vida social cotidiana. La cultura escolar, entonces, transforma desde dentro la cotidianidad social, imprimiendo en ella formas de distribución, disciplinamiento y control de prácticas, saberes y representaciones aún más allá de los ámbitos identificados como la `institución escolar´.” (Huergo, s/f, p. 4)

 

La pertinencia que tiene la escuela como dispositivo de socialización ya no es hegemónico, como hemos reiterado en el desarrollo de este trabajo, sin embargo esto no implica que no continúen reproduciéndose (tal vez con mayores resistencias) estas prácticas organizadoras de la vida en sociedad. Tal vez sería pertinente pensar que las reglas hayan cambiado y en lugar de producirse esa transformación desde dentro, sea la realidad social la que desde fuera transforma y desplaza las lógicas escolares.

 

Algunas conclusiones

 

La crisis en las instituciones disciplinarias puede ser una oportunidad de cambio, de pensar propuestas alternativas superadoras al sistema educativo moderno, que muchos insisten en hacer resurgir de las cenizas. Entender crisis no como caos, sino como grieta, como posibilidad de repensar y rever, de cuestionar y poner en suspenso aquellas categorías y modos de hacer que pensábamos como únicos.

 

El desarrollo histórico implica transformaciones en todas las dimensiones de la vida social e individual. Como institución histórica, la escuela no puede permanecer al margen de estos cambios. Follari nos impela a reconocerlos: “Ya no podemos cerrar los ojos a los cambios propios de una época (…): estamos en una condición tal, que tenemos que hacerle caso a esa cultura en la que estamos, tenerla en cuenta, para ver cómo le respondemos.” (Follari, 1998, p. 40).

 

Si no empezamos a visibilizar estos cambios y a modificar nuestras prácticas para poder hacernos cargo de los mismos, continuaremos aglutinándonos en galpones, esos espacios que Lewkowicz define como lugares en donde sólo hay encuentro físico entre los sujetos, pero cuya característica es el desencuentro, entendido como la falta de sentidos comunes que permitan una comunicación abierta y fluida entre docentes y alumnos (Lewkowicz, Op. Cit., pp. 30-36)

 

Entendiendo, entonces, que la escuela tiene grandes dificultades para reorganizarse alrededor de un patrón cultural diferente del de la modernidad que le dio la vida, debemos, por lo tanto, situarnos en la dimensión cultural de la crisis, ya que es allí en donde entran en disputa los nuevos sentidos promovidos desde otras instituciones y aquellos que la escuela intenta “resucitar” (Tiramonti, 2004, p. 19): como contraposición al declive en la capacidad disciplinadora de la escuela, este nuevo (des)orden trae de suyo el surgimiento de la singularidad, de la pluralidad, de la diversidad (Cfr. Narodowski 1999).

 

Como explica Duschatzky, la caída del imaginario educativo moderno “podría contener alguna posibilidad si nos obliga a abandonar el hábito de pensar en las escuelas como entidades esenciales que deberán responder siempre a sus intenciones fundacionales” (Duschatzky, 2001, p. 134). Dar lugar a nuevos imaginarios instituyentes, enriquecer el proceso de enseñanza-aprendizaje con la integración de lo diverso, implica desplazarse de esos pilares que forjaron a los sujetos modernos, para colocarnos en un terreno menos firme, pero más cercano a las condiciones actuales a las que se enfrenta el sistema. Es darle a la escuela una nueva misión, si es que queremos que ésta no se hunda más como una barca sobrecargada.

 

 

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[1] Licenciado y Profesor de Enseñanza Media y Superior en Ciencia Política. Buenos Aires. Diciembre 2013.

[2] “Sarmiento propuso que se diera prioridad a la generalización de la educación básica; Mitre representaba a quienes querían que el esfuerzo educativo del naciente Estado nacional apuntara a educar a la clase dirigente” (Puiggrós, 2003, p. 75).

 

[3] “Las familias que poblaban las escuelas provenían de sectores económicos más bajos, inmigrantes recién llegados/as, trabajadores/as de escasa calificación y “educación”. Y entre los políticos de la pedagogía y, probablemente, entre muchas maestras, parecía existir la convicción de que las mujeres-madres de los alumnos y las alumnas criaban y educaban mal a sus hijos/as, en el plano de la salud, de la moral y las costumbres, en la transmisión de los modos de vida y saberes cotidianos” (Morgade, 2006, p. 8).

 

[4] En 1993, con la sancionó la Ley Federal de Educación (Ley 24195), se amplía la obligatoriedad escolar al extender dos años la educación primaria, es decir, ésta consistía en nueve años divididos en tres ciclos (Escuela General Básica – EGB- 1, 2 y 3). La educación secundaria comprendía, entonces, tres años de formación y pasó a denominarse Polimodal. Por otro lado, también se extiende la obligatoriedad al último año del nivel inicial, sumando así un total de 10 años de escolaridad obligatorios.

 

[5] Cfr. Tenti Fanfani y otros, 1984.

[6] “Ser alumno o alumna en la etapa adolescente y de acuerdo con las matrices culturales tradicionales sólo era compatible con la posición de ser hijo. La heteronomía era el rasgo vinculante entre el hijo y el alumno. Ambos dependían del adulto, no tenían a nadie a cargo, aún no se habían constituido como ciudadanos plenos (no votaban ni trabajaban), su formación se reducía a la formación y en ocasiones al ocio, y finalmente no eran vistos como sujetos deseantes sino más bien como portadores de los mandatos del mundo adulto.” (Duschatzky, 2001, pp. 135-236)

[7] El mercado y los medios de comunicación dejaron de pensar a las construcciones sociales sobre la juventud y la infancia como categorías en tránsito (Reguillo Cruz, op. cit., p. 28), como la época signada por el todavía no (Lewkowicz, op. cit., p.126), tal como las caracterizó la escuela y la psicología educativa en los orígenes de esta institución: comprenden que la experiencia de los jóvenes está anclada en el presente y contribuyen a que así sea.

[8] “No es suficiente (…) con seguir haciendo bien lo que se hacía hace un siglo: nos encontramos con otros sujetos, con otras estrategias, y con otras prácticas sociales que demandan otro tipo de enseñanza.” (Dussel y Southwell, 2007, p. 28).